Número 179 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
El campo de la ciudad. Primera parte

La Ciudad de México tiene una urdimbre de pueblos que es un elemento clave para entender muchos aspectos de su historia, de su cultura y sus características sociales y políticas. Y sin duda, también su futuro, toda vez que los pueblos son propietarios de una parte importante del área verde de la zona sur-poniente, de lo que queda de los humedales y de los bosques, así como también de la pequeña fracción que subsiste de la Sierra de Guadalupe, en la zona más al norte.

Lo que está en juego no es poco. 59% de la superficie de la Ciudad de México es considerada rural o suelo de conservación, aunque sólo una parte pequeña se encuentra dentro de alguna categoría de área natural protegida. El suelo de conservación está distribuido principalmente en 7 alcaldías: Milpa Alta y Tlalpan, que contribuyen con más del 60%, Xochimilco, Cuajimalpa y Tláhuac, Magdalena Contreras y Álvaro Obregón con 36%, además de pequeños espacios en Gustavo A. Madero e Iztapalapa. El suelo de conservación contribuye con cerca del 70% del agua de la ciudad y los bosques son fundamentales para la generación de oxígeno para el atribulado aire y el clima de la capital. Además, está la producción agropecuaria y forestal, en lo que hay que destacar la existencia de 5 pueblos chinamperos con sus flores y verduras, el nopal y el mole de Milpa Alta, el maíz y la tortilla y muchos otros productos más.

La existencia de ese patrimonio está íntimamente ligada a la existencia y, más aún, a la resistencia de los pueblos, que se han opuesto con firmeza a lo largo de la historia, a la pérdida o enajenación de sus territorios o recursos. Allí está la memoria de las movilizaciones en defensa de los bosques y las aguas, en contra de la explotación de minas, de la construcción de obras no aprobadas por ellos, en contra de la pérdida de sus espacios vitales, como centros históricos, panteones comunitarios y otros.

Los pueblos originarios son los descendientes de los habitantes más antiguos de la cuenca de México. En su mayoría son de ascendencia náhuatl, pero también los hay otomíes, estos últimos concentrados en Cuajimalpa. Muchos existían antes de la colonización española y conservan en parte sus nombres originales. Pero también varios de ellos son producto de reacomodos poblacionales durante la época colonial e incluso del siglo XIX. Podemos decir que cada pueblo tiene una historia propia que puede llegar a ser notablemente compleja, así como su pertenencia a agrupaciones de pueblos más amplias. Una parte de ellos está subdividido en barrios, que tienen una vida ritual propia. Existen, además, los llamados barrios originarios, que son pueblos o barrios antiguos, como sería el caso emblemático de Tepito, aunque esto está todavía en debate.

El proceso de urbanización de la capital se aceleró a partir del final de la revolución mexicana, provocando que la mancha urbana se fuera apoderando del territorio de los pueblos. Los 149 pueblos reconocidos –aunque esta cifra tampoco parece ser definitiva-, están distribuidos en todas las alcaldías de la ciudad. De ellos, 62 pueden ser considerados rurales y semirurales y están en las 7 alcaldías mencionadas anteriormente. El resto, 87, son plenamente urbanos. El pueblo de La Piedad Huehuetlán es un caso extremo. Fue de los primeros en ser arrasado por su localización cercana al centro e incluso en los años cincuenta, por la construcción del viaducto Miguel Alemán, la mayor parte de su población fue reubicada en la lejana colonia Ramos Millán. Aun así, cada año regresan a realizar la fiesta patronal a su antiguo territorio.

Y este es el aspecto que comparten los pueblos originarios urbanos con los rurales: una compleja cultura que abreva en su origen mesoamericano y que tiene en la vida religiosa y ritual su eje más notorio. Por eso la fiesta es una manifestación trascendente y vital, en tanto representa la reciprocidad individual y colectiva con que se agradece lo recibido por los otros y por lo divino. Las celebraciones para los santos patrones, los altares del día de muertos, las danzas rituales. Y por supuesto, la defensa del territorio simbólico, que puede ser el cerro, el bosque o el río, o, en el caso de los pueblos que han perdido su territorio natural, los sitios fundamentales de su pueblo.

En las últimas dos décadas los pueblos originarios de la Ciudad de México viven un proceso contradictorio. Por un lado, es visible el fortalecimiento identitario. Numerosas manifestaciones culturales han renacido: el temascal, la herbolaria y otras prácticas médicas, las danzas, instituciones como la mayordomía o sus equivalentes, así como las correspondencias entre pueblos. Los jóvenes han accedido a niveles superiores de educación y la producción intelectual y artística ha florecido de manera notable, en particular el conocimiento y difusión de sus historias propias. Por otro lado, también es claro que el crecimiento urbano sobre sus territorios no ha cesado y se aprecian dificultadas como el divisionismo interno y el agravamiento de la delincuencia, que ya no puede ser vista sólo como un hecho externo.

La Constitución Política de la Ciudad de México, de 2017, otorgó reconocimiento y derechos a los pueblos originarios, pero su ejercicio se enfrenta a que en muchos casos ya no constituyen la mayoría de la población a nivel local. Y pese a la noción de autonomía política, aún prevalece una lógica gubernamental e instrumentos administrativos que no se corresponden plenamente con la pertinencia de dar su lugar a los pueblos, el actor social más antiguo de la Cuenca de México. •