n cuanto dio inicio el parlamento abierto para discutir la reforma eléctrica, enviada por el Presidente, se evidenciaron las realidades que la sustentan. Sin embargo, continúa flotando la retórica que trata de desviar la disputa hacia aspectos complementarios o meramente superficiales. Ahora es claro que no se pueden detener las razones que motivaron y fundamentan la iniciativa que se discute. Hay, en ese fondo, la intención de arrojar luz y ordenar todo un mundo de intereses oscuros, creados a propósito, para obtener rendimientos desmesurados a costa del bienestar ciudadano. Un ramillete de empresas, venidas de fuera, aconsejaron y lograron imponer la reforma de 2013-14 en abierta connivencia con legisladores y funcionarios públicos.
Se quiso, desde los neoliberales tiempos del señor Carlos Salinas, trasladar el mando de la industria energética del Estado al sector privado. Y por este sector se entendió un grupo fincado en cuatro o cinco grandes empresas. Se caminaba de manera consistente a establecer un poderoso mundillo de monopolios privados. Mundillo de unas cuantas generadoras de energía asociadas con ávidos consumidores (cargas) mediante los llamados autoabastos y los productores independientes. Muy pronto y bajo el amparo de estas figuras permitidas, se organizó todo un mercado paralelo que incidía, perversamente, sobre la empresa del Estado: CFE. Ésta debía responder a las necesidades de negocios, impuestos por una legislación diseñada a su completo gusto y conveniencia. Y de esta tramposa manera se fue trabajando para succionar masivos recursos públicos y depositarlos en un atrincherado oligopolio.
Hay, ciertamente, otros aspectos que rondan la superficie de la disputa en marcha pero que son valederos o dignos de tomarse en cuenta. Ángulos de la propuesta que, a pesar de su manoseo por ignorancias o intereses específicos, se pueden y deben considerar. A este respecto pertenecen las disquisiciones y conveniencias de empujar las energías llamadas limpias. O, su contraparte, auspiciada en la intención de alejarse de la generación fósil. Se complementa la discusión con toda una serie de amenazas y premoniciones de catástrofes y perjuicios mayores: apagones, insuficiente generación, carestía rampante de energía, contaminación indetenible o, también, castigos severos a la economía, la inversión foránea, atropellos a tratados y demandas impagables. Todo un universo de malformaciones y horrores que se ocasionarían al aprobar, según opositores, una reforma mal concebida.
En el mero fondo de esta disputa se encuentra la desmesurada ambición de una élite empresarial, de nivel trasnacional, de apoderarse de una industria valuada en casi medio billón de pesos. Y hacerlo mediante la poquitera inversión de no más de 11 mil millones de dólares. Inversión complementada con crédito otorgado por instituciones nacionales de la banca pública. Nada hubo de aportación tecnológica que no se conociera y una raquítica oferta de fuentes de empleo, hasta eso no bien compensado. Las complicidades pusieron parte sustantiva para coronar la trama. Presurosos, acudieron a la molienda legisladores, partidos, traficantes de influencia y una cauda de asesores de variada índole. Los apoyos comunicativos pusieron parte crucial en este proceso de entrega que está apalancado con fuetes tenazas legales. Imposible fue y ha sido, la tentativa de transparentar, de regular, de modificar tan ensamblado complejo de intereses. Hubo necesidad de plantear entonces la presente reforma que permita, apoyada en las leyes, trastocar el proceso concentrador de intereses privados. No se exilia o destierra la participación empresarial. Se le sujeta, ciertamente, a normas estrictas que protejan al usuario de la energía puesto que este es un bien cercano al derecho humano. Se les reserva un enorme cacho de la industria: 46 por ciento del total. En este monto tendrán cabida quienes quieran seguir generando energía bajo modalidades adecuadas, eficientes y transparentes.
Nada hay en la iniciativa que implique monopolizar la generación o dictar normas contrarias a la eficacia productiva. Menos coartar las debidas utilidades y el crecimiento. Se quiere, sí, garantizar el abasto y la permanencia de una empresa (CFE) que permita la seguridad energética de la nación. Este gobierno no pretende imponer modalidades productivas que no vayan de acuerdo con los objetivos de hacer negocios legítimos y redituables. Pero sin desmesuras ni recargándose, indebidamente, en los bienes y las arcas nacionales. Tampoco se aceptan, como se difunde con ahínco de mejores causas, injerencias extrañas a lo que son los principios de soberanía e independencia. Sumarse a las plegarias que, insistentemente, solicitan intervencionismos de cualquier índole, por poderosos que sean, chocarán con la firme decisión de restaurar una industria que nunca debió venderse al primer postor.