n motín en el interior del Centro de Reinserción Social (Cereso) de la capital de Colima dejó saldo de nueve internos muertos y seis heridos.
De acuerdo con la Coordinación de Comunicación Social del gobierno del estado, la alteración del orden se debió a una riña entre dos grupos rivales, y en las primeras revisiones después de que las autoridades retomaron el control del reclusorio se encontraron varias armas punzocortantes y al menos un arma de fuego.
Datos de la Secretaría de Seguridad Pública dan cuenta de que el de ayer fue el quinto amotinamiento en dos años en esa penitenciaría, y que en mayo de 2020 otro desmán resultó en tres muertos, cinco heridos y un intento de fuga.
Es inevitable vincular lo ocurrido en Colima con el suceso que ha estremecido a la sociedad mexicana en las semanas recientes: la aparición del cuerpo de un bebé de tres meses en un contenedor de residuos sólidos del penal de San Miguel, en Puebla.
Guardadas todas las proporciones entre estos dos episodios, ambos hablan de la persistencia del ingreso de armas, la corrupción, la ausencia de un control efectivo y, en una palabra, del eufemísticamente llamado autogobierno
al interior de los reclusorios del país.
Tampoco puede soslayarse que la Estrategia Nacional de Seguridad Pública del gobierno de la República marca como su séptimo objetivo la recuperación y dignificación delos centros penitenciarios en atención a recomendaciones de especialistas nacional-es e internacionales y en estricto acatamiento a las resoluciones emitidas en años recien-tes por la Comisión Nacional de Derechos Humanos
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En cumplimiento de este propósito, en julio pasado el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció un decreto para excarcelar a personas que hayan pasado más de 10 años en prisión sin recibir sentencia firme, a los mayores de 65 años con enfermedades crónicas, a quienes tengan más de 75 años y a los que acrediten, mediante el Protocolo de Estambul, que sufrieron tortura en alguna etapa de su captura, imputación o encarcelamiento.
Estas disposiciones benefician a personas injustamente atrapadas en el sistema penal y contribuyen a aliviar la sobrepoblación carcelaria, sin embargo no resuelven los graves rezagos en el tratamiento de fondo de esta problemática.
En tanto no se realicen acciones sustanciales tanto en la dignificación de las condiciones de vida en las prisiones como en la vigencia de las leyes en las relaciones entre internos y entre éstos y el personal de custodia, será imposible pacificar al país: la propia estrategia señala que, en su estado actual, las cárceles se han convertido en escuelas de delincuentes y centros operativos de grupos del crimen organizado
donde se pervierte el carácter disuasorio del castigo para transformarlo en un multiplicador de la criminalidad
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Sin duda, uno de los grandes obstáculos para emprender el saneamiento de la vida carcelaria reside en el desinterés político, presupuestal y ciudadano por la situación de los reclusos, de quienes suele pensarse que, al ser privados de su libertad, pierden también el resto de sus derechos.
Tal postura no sólo es inhumana, sino que abona al deterioro del tejido social, pues empobrece las vidas de todo el entorno familiar del interno, además de facilitar la continuidad de las cadenas de corrupción articuladas para explotar la vulnerabilidad de quienes se ven a ambos lados de las rejas.
El terrible saldo de la riña en el penal de Colima remarca la urgencia de un acuerdo nacional entre los tres niveles de gobierno y las múltiples instancias involucradas a fin de dignificar las cárceles y hacer que realmente obedezcan al nombre de centros de reinserción social.