EditorialLo que va de la milpa a la boca
En estos editoriales he escrito muchas veces que el maíz no se manda solo, que el maíz nació y embarneció en medio de una bulliciosa banda de colegas vegetales y cuando sus comadres y compadres faltan nomás no se halla. El maíz es milpa o es un pinche cereal como cualquier otro. He sostenido repetidamente que el maíz solo cobra su significado profundo si lo vemos en compañía del frijol, la calabaza, el chile, el tomatillo, los quelites… integrado a la prodiga diversidad de la milpa. He dicho también que la parcela biodiversa forma parte de un conjunto articulado en que figuran igualmente la huerta, el potrero, el bosque cultivado, el acahual, el traspatio… He afirmado finalmente que la dimensión agrícola de la pluriactividad campesina es inseparable de su dimensión económica, social, política, cultural, epistémica…Visto en su conjunto esto significa que para los mesoamericanos “hacer milpa” es un modo de vida, un paradigma civilizatorio.
Pero me quedé corto. Añado ahora que con estos abordajes estamos atendiendo solo a la mitad del mundo que representa la milpa… y no a la mitad más importante. La otra mitad del cosmos milpero empieza a hacerse visible cuando siguiendo el curso de las cosechas entramos en la esfera doméstica, en el prodigioso laboratorio donde las mujeres operan el milagro cotidiano de transformar lo cultivado en alimentos.
Ahí las preciosas mazorcas son apenas materia en bruto que hay que desgranar y nixtamalizar para luego transformar la proteica masa en sutiles tortillas, echarlas al comal, girarlas y cuando se inflan y están listas envolverlas en una nívea servilleta, meterlas en el chiquihuite y llevarlas calientes a la mesa donde las esperan ansiosos los guisos y las infinitas salsas y moles en que previamente fueron transformados los frijoles, los chiles, el tomatillo, los quelites y los demás frutos de la parcela, de la huerta, del solar…
Los conocimientos que demanda la previsión de las lluvias, el buen manejo de los suelos, la selección de las semillas, el mantenimiento de los equilibrios agroecológicos… se antojan burdos y bastos comparados con las sutilezas que supone la selección y dosificación de los componentes de los guisos, las infinitas combinatorias de las salsas, el punto exacto de las frituras y cocciones… Los rudos saberes de la parcela palidecen frente a los sutiles saberes de la cocina.
Para documentar una pequeña parte del trajín alimentario transcribo aquí lo que sobre el noble arte de “echar tortillas” nos dice el Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario de 1858.
“Para hacer las tortillas se echa a remojar el maíz en la cantidad proporcionada a la que se quiera obtener de masa, se añade un poco de agua en la que se habrá apagado cal viva, con cuya operación se pone amarillo el maíz; y en este estado se llama nixcómetl o nixtamal, que se pone al fuego con su misma agua. En el momento en que la olla comienza a echar vaho, y probándose si los granos de maíz se despellejan fácilmente, se aparta de la lumbre, se deja reposar. Para hacer atole hay que lavarlo, pero para hacer totillas no, a menos que haya quedado el maíz muy cargado de cal, o muy nexo, como le llaman los indígenas, en cuyo caso se lava en agua fría sin estregarlo, sino solo poniéndolo holgado entre las manos dentro de ella, y sacándolo enseguida se muele en el metate o molino de mano destinado a este fin. Mientras más remolida queda la masa, las tortillas se hacen más delgadas y suaves, y así es que debe remolerse hasta dejarla sin grano alguno, recibiéndose la que va cayendo del metate en una batea a propósito que llaman tepextate. De la masa molida se van cogiendo porcioncitas del tamaño proporcionado, según el que se quiere dar a la tortilla, y se azota con las palmas de ambas manos, redondeándola al mismo tiempo y dejando la tortilla del grueso que se apetezca. Se tiene prevenido sobre una hornilla ancha y baja, con bastante lumbre, un comal, que es una vasija extendida casi plana y algo cóncava, de barro poroso y cocido, bruñida por la parte superior y áspera por abajo, que fabrican los naturales a este intento, y que se cura frotándola con agua espesa de cal: sobre ella se ponen las tortillas al acabarse de hacer entre las manos, y después de un rato corto se voltean del otro lado, para que por ambos queden bien cocidas sin quemarse, y se van echando en un cesto con una servilleta para cubrirlas y llevarlas calientes a la mesa, que es como saben bien, pues enfriándose se endurecen y ponen correosas. La gente pobre en vez de hornilla coloca tres piedras del mismo tamaño, a distancias proporcionadas, y dejando en medio un hueco para la leña, a cuyo aparato se le llama clecuil, de la voz mejicana tlecuilli, que significa hogar o fogón”.
Y esto es apenas el principio al que habría que añadir las salsas, los moles, los guisos, las bebidas, los dulces… Sin embargo, cuando decimos milpa pensamos en maíz, frijol y calabaza entreverados en un campo de cultivo y no en estos mismos componentes formando parte de un sofisticado guiso. Cuando decimos milpa pensamos en el campesino y no en la campesina…
Parcialidad imperdonable pues es claro que la buena vida depende tanto de la calidad de los ecosistemas agrícolas como de las virtudes de los ecosistemas culinarios; hay que cultivar bien y hay que cocinar bien si queremos comer bien.
Si es patriarcal exaltar al padre maíz por sobre la diversidad de la familia milpera, también lo es ocuparse de lo que pasa en los campos de cultivo y olvidarse de lo que ocurre en los hogares.
“El tema de la comida y las cocinas nunca fue muy taquillero” nos dice en este Suplemento Laura Elena Corona del grupo Vida y Cocina. Menosprecio tras del que subyace el sexismo específico de la modernidad capitalista; un sistema que al endiosar al mercado separó la producción económica resultante del trabajo presuntamente productivo asociado a lo que se vende, de la reproducción social resultante de las labores presuntamente no productivas asociadas con el consumo.
Separación artificiosa y perversa por la que más del ochenta por ciento de la actividad humana socialmente necesaria pero no asalariada ni mercantil, es calificada de económicamente irrelevante por no ser directamente lucrativa.
Forman parte de estas labores invisibles, inconsistentes, literalmente despreciables -pues no tienen precio- lo que hacen los niños, lo que hacen los viejos, lo que hacemos todos fuera de los horarios laborales… y sobre todo lo que hacen las mujeres que, sean o no asalariadas, tienen que asumir íntegra la carga del presuntamente fútil trajín doméstico.
Estas labores, que abordé aquí desde la alimentación pero que incluyen salud, educación, vestido y vivienda además de la vital tarea de preservar y transmitir la memoria comunitaria contando historias, han estado injustamente distribuidas desde tiempos inmemoriales.
Sin embargo, no siempre fueron desvalorizadas ni menos invisibilizadas, pues en la familia campesina clásica o paradigmática producción y reproducción son partes de un continuo. Una secuencia en la que todo es igualmente importante: cultivar es reproducir la vida en la parcela, cocinar es reproducir la vida en el hogar. A medio camino entre la milpa y el fogón el traspatio o solar es emblema del estrecho engarce producción-consumo que preservan la mayoría de los hogares campesinos.
Sobre los solares escribe Lorena Paz Paredes en Traspatio: la milpa de las mujeres:
A diferencia de la milpa, donde se hace biodiversidad estacional por un rato y hasta que llega el tiempo de cosecha, el del traspatio es un proceso biológico ininterrumpido, un permanente caleidoscopio de vida vegetal que supera a la milpa más compleja.
La especialización e intensificación que demanda el mercado capitalista dejan su marca primero en la dimensión agrícola de la vida campesina, induciendo o forzando la progresiva sustitución de la milpa por el monocultivo y los agrotóxicos. Y es el campesino como responsable de la viabilidad económica del hogar el que de grado o por fuerza asume las venenosas prácticas del agronegocio.
Pero mientras que el varón va cambiando silenciosamente de paradigma, la mujer sigue haciendo milpa. No por terca sino porque la naturaleza misma de las labores domésticas dificulta sino es que imposibilita la adopción del modelo de hogar que promueve la modernidad.
Quiera que no la mujer campesina tiene que hacerlo todo a la vez, organizando su espacio y su tiempo para atender intercaladas las innumerables labores que constituyen su cotidiano quehacer. Agricultora, marchanta, cocinera, maestra, lavandera, afanadora, costurera, sicóloga, doctora, sexoservidora… la mujer campesina tiene que resolver los problemas no con los recursos idóneos sino con lo que tiene a la mano. Las mujeres, las campesinas y las otras, son artista del bricolaje.
En las mujeres está la reserva de campesinidad que mantiene a flote a las cada vez más erosionadas comunidades rurales. El campesino mexicano tiene rostro de mujer. Las mujeres son el agro profundo y la cocina es su reducto. •