Opinión
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La muestra

El Espejo

“T

uve la impresión de que a partir de las propiedades de la memoria se podía desarrollar un nuevo principio de trabajo, y desde ahí construir también un filme interesante… Sería la historia de los pensamientos del protagonista, sus memorias y sus sueños… sin que él apareciera en absoluto” (Andrei Tarkovski, Esculpir el tiempo).

La intuición artística que apunta aquí el director ruso es una clave valiosa para entender, desde sus propias palabras, una de sus obras más redondas y logradas, El espejo (1975), película que presenta hoy la Cineteca Nacional en una copia excelente.

Alexei, el protagonista de 40 años, un poeta agonizante por una enfermedad terminal, evoca su pasado y, con él, algunos episodios de la historia moderna de Rusia que le ha tocado presenciar. Aunque en ocasiones para esta cinta de tintes autobiográficos el director acude a diversos materiales de archivo con el fin de ilustrar algunos acontecimientos en las cuatro décadas que abarca la historia, desde mediados de los años 30 hasta el momento de su realización, en realidad todo transcurre en el espacio atemporal de una divagación onírica sin amarres cronológicos precisos.

Lo que se desprende del relato ajeno a toda estructura convencional es primeramente el abandono del padre del pequeño Alexei, hacia 1935, y las impresiones de su infancia transcurrida solo al lado de su madre María y una pequeña hermana. Viene luego la dura experiencia de la guerra y el desplazamiento forzado de la familia a una cabaña en el campo, refugio evocado de manera poética, con juegos intermitentes de color y de texturas en el filme en blanco y negro, y súbitas irrupciones del fuego como elemento premonitorio de amenazas o catástrofes naturales. Todo ello animado por una fuerza casi mística y en el tipo de estética contemplativa que habría de influir considerablemente a diversos cineastas europeos y a no pocos artistas latinoamericanos.

Se evoca también en la cinta el conflictivo matrimonio de Alexei con Natalia, y también su divorcio, para luego mostrar a Ignat, el hijo adolescente, como una suerte de prolongación de la propia figura paterna en la época de su primera juventud. Estas figuras que acusan rasgos de carácter muy precisos, y que incluso podrían tener cierta densidad sicológica, pronto se desdibujan en el contexto de la visión muy subjetiva del narrador sumido en sus recuerdos. Por ello parecerán algo esquemáticos. Y es que del mismo modo en que Tarkovski juega con las temporalidades, también entrecruza y confunde los personajes de la historia. Así, la actriz Margarita Terekhova interpreta los papeles de la madre y de Natalia, mientras Ignat Daniltsev encarna al hijo y también al padre. La amalgama de impresiones íntimas del protagonista postrado se acompaña convenientemente de la lectura de poemas, a partir de viejas grabaciones, del célebre escritor y poeta Arseni Tarkovski, padre del cineasta.

No tiene mayor caso perderse demasiado en los vericuetos de la trama, de suyo prácticamente inexistente, y mucho menos en faenas, más subjetivas aún, de sobreinterpretación. Es preferible abandonarse al goce estético de las imágenes fulgurantes que propone el flujo de conciencia del narrador y establecer los vasos comunicantes entre esta cinta y otras obras del cineasta en su periodo de mayor intensidad creativa. Para las nuevas generaciones de cinéfilos, será único el privilegio de ver esta obra clave en una pantalla grande. La experiencia es memorable.

Se exhibe en la sala 3 de la Cineteca Nacional, 13 y 18:30 horas.