a economía brasileña empezó a tambalearse en el segundo mandato de la presidenta Dilma Rousseff (2014-2016), y después a hundirse lentamente con la ascensión del usurpador Michel Temer, luego del golpe institucional que la destituyó (2016-2019) y se destrozó con el actual mandatario, el ultraderechista Jair Bolsonaro.
Con la pandemia de Covid-19 instalada en abril de 2020, el escenario económico pasó de caótico a trágico.
El gobierno de Bolsonaro, además de haber contribuido fuertemente para agravar el cuadro sanitario provocado por la pandemia, llevó el país al desastre social en que hoy nos encontramos.
Las calles de las ciudades, en especial las de los grandes centros urbanos, están pobladas de familias que duermen en la calle y de niños que piden limosna en las esquinas. Las escenas de gente buscando restos de comida en basureros o patas de pollo y huesos en las pollerías se multiplican.
Luego de haber salido, bajo la presidencia de Lula da Silva (2003-2010), del mapa global del hambre, Brasil retornó a él con fuerza total. El desempleo alcanza a más de 14 millones de brasileños, y los que logran hallar un trabajo perciben un ingreso mucho menor de lo que ganaban antes de la pandemia.
Incluso los llamados empleos precarios
, sin ninguna protección laboral, también escasean.
El número de personas que padecen de insuficiencia alimentaria
, es decir, comen menos de lo que se considera lo mínimo necesario, ronda la tasa de 105 millones, poco más de la mitad de la población. Y otros 10 millones ni siquiera logran eso: padecen directamente hambre, pura hambre.
El aumento de la inflación alcanza a todos, pero entre los pobres causa daños mucho más graves. Ya se diseña un cuadro en que la inflación alcanzará dos dígitos en 2021, con proyección de otro tanto para el año próximo. A excepción de Argentina, ningún otro país de economía importante en América Latina exhibe un escenario semejante.
La incertidumbre generada por la inestabilidad emocional de Jair Bolsonaro espanta inversiones. Las continuas crisis institucionales no hacen más que profundizar y ampliar el escenario de tinieblas. Con eso, el tipo de cambio se debilita, el dólar se fortalece y los precios se elevan más y más.
No obstante, el otro lado de la moneda reluce luminoso. La concentración del ingreso bajo el gobierno de Bolsonaro aumentó, como ocurrió también con el número de millonarios.
Brasil siempre fue una nación absurdamente injusta y desigual, pero rarísimas veces se vio sumergida en dos escenarios tan antagónicos.
No es información cuyo origen esté en algún partido o grupo de izquierda: son datos que el banco Credit Suisse divulgó hace poco, mostrando que en 2020, en medio al auge de la pandemia, el uno por ciento más rico de Brasil pasó a concentrar nada menos que la mitad de la riqueza del país.
Un año antes, ya con Bolsonaro, los brasileños más ricos detentaban alrededor de 47 por ciento de esa riqueza.
El país se hunde y ellos emergen con fuerza. En 2020 Brasil ganó
40 multimillonarios en la lista de la revista Forbes. O sea, dueños de miles de millones de dólares.
¿Y de dónde sacaron éstos tanto dinero? Pues básicamente son dueños o accionistas de empresas de comercio digital, empresas farmacéuticas, grandes tiendas que venden por Internet. Y, claro, los eternos especuladores del mercado financiero.
Así vive mi país: de un lado, empleos destruidos, nuevas plazas ofreciendo menores ingresos, precios de productos básicos para la sobrevivencia de los más pobres en alza, y al mismo tiempo los ricos haciéndose más ricos.
Es cierto que el enriquecimiento de millonarios se registra en todo el mundo. Pero también es verdad que, entre las naciones con economías sólidas o emergentes, no hay distancia tan kilométrica de ricos, por un lado, y pobres y miserables, por otro, como en Brasil.
¿Aumentar los impuestos a los multimillonarios y a los dividendos alcanzados por las empresas?
En tiempos de Bolsonaro, ni pensarlo. Su único proyecto, además de intentar la relección para escapar de los tribunales y de la cárcel, es destrozar todo. Los pobres y miserables inclusive.
Destrozar la riqueza de los ricos muy ricos, jamás.