Cuando se visita Italia y se comenta que los jitomates no son nativos de ese país ni de cualquier otro europeo, lo menos que ocurre es recibir miradas de escepticismo. Lo consideran absolutamente propio e indispensable para su dieta.
Es interesante la historia de su incorporación a la cocina de la península y sus islas. Lo primero que llamó la atención en el Viejo Mundo fue la forma de los frutos, su color rojo intenso y los característicos brillos dorados de su cáscara cuando la ilumina el sol o una luz intensa. De ahí proviene el nombre de manzana de oro o pomodoro, al encontrar semejanza con las frutas que ya conocían.
Sin embargo, al principio su uso fue ornamental por lo atractivo de la fruta, pero se temía comerla. Resulta que es de la familia de las solanáceas, entre las cuales se conocían en Europa algunas muy tóxicas, como el beleño, la belladona, el estramonio o la mandrágora, por ejemplo. Estas últimas contienen alcaloides y desencadenan alucinaciones, por lo que se asociaban con los demonios y el mal, pero también con el erotismo. Su inclusión entre las solanáceas la hizo Mattioli en 1544, quien mencionó que, a pesar de lo anterior, se gustaba de los jitomates fritos en aceite y aliñados con sal y pimienta, de manera semejante a las berenjenas.
Al inicio de su introducción, al jitomate los italianos le llamaron poma amoris y luego aurea poma, para terminar con el ya mencionado pomodoro. El simbolismo amoroso-erótico se basó en su color y suave textura, pero se constató que los jitomates verdes no se podían comer, mientras los maduros les parecieron descompuestos y diferentes a otros frutos por su textura, humedad y falta de sabor dulce.
De dicho fruto, hubo quien afirmó durante el siglo XVI: “no es bueno para comer, mas solo se debe buscar en él la belleza”. Por esta razón, adornaba el entorno de las casas.
En varias partes del mundo sigue latente la dificultad de ubicar al jitomate y no se le incluye entre las frutas, sino se le considera verdura y como tal se utiliza en las mesas, formando parte de ensaladas, salsas, relleno o simplemente como rodajas frescas, pero rara vez se come a mordidas como ocurre con las peras o los duraznos.
Es probable que en Italia y otras zonas del Mediterráneo, al igual que en España, un platillo común entre los pobres haya sido el pan untado con pasta de jitomate, a la que se añade ajo, aceite de olivo, sal y otros condimentos. Esa preparación sigue siendo popular como parte de un desayuno sencillo y sabroso.
Otra de las primeras recetas culinarias –publicada por Antonio Latini en 1692– se califica como “al estilo español” y tiene ecos mesaomericanos, ya que incluye jitomates, chiles, cebolla, sal, aceite y vinagre.
En el sur de Italia, lentamente se comenzó a utilizar como ingrediente de salsas desde el siglo XVII, pero se generalizó hacia Nápoles y Roma hasta el inicio del siglo XIX, cuando ya se encontraba jitomate con facilidad en los mercados.
Pero su verdadero éxito se debió al napolitano Pietro Cirio, quien lo enlató a partir de 1856, primero en forma de puré y luego transformado en salsas. Su marca sigue vigente en Italia. De esta manera se arraigó localmente, pero además se difundió por otros países, en parte buscado por quienes emigraban de su Italia hacia América del Norte y del Sur. Disponer de tomate en pasta y más tarde condimentado y preparado como salsa permitió aderezar las pastas con facilidad y en cualquier lugar.
Estoy seguro de que muchas amas de casa arreglaban el contenido a su gusto, como lo hacen hoy las mexicanas cuando compran mole envasado. También se conservan y aún utilizan recetas caseras, algunas muy elaboradas, para preparar las salsas al gusto familiar.
La industria siguió adelante y más tarde ofreció jitomate en pasta, incluso en tubos semejantes a los de la pasta de dientes, y fueron bien aceptados.
De esta manera, se consolidó la hermandad entre el jitomate y las pastas, bajo cualquier forma, y se consolidó una tradición a la que se sumó el queso. Ahora esta unión es casi indispensable y las salsas tienen modalidades con nombres propios.
Paralelamente, este fruto se volvió ingrediente frecuente en uno de los platillos más tradicionales de Italia y ahora del mundo: la pizza, que adoptó carta de naturalización en Nápoles, aunque su historia es incierta.
Al mismo tiempo que se desarrollaba en la península itálica, en la isla de Cerdeña todavía se practica la desecación de los jitomates y su conservación con sal, con el nombre de pibarda. Además, son acompañantes de las carnes.
Sin duda, los italianos han sabido aprovechar y disfrutar las bondades del jitomate y han contribuido a su difusión mundial. Este fruto es una síntesis de felices acontecimientos: su desarrollo inicial en los Andes, su domesticación en lo que hoy es México, su llegada a España, su difusión por Europa y las innovaciones para su consumo en Italia.
De esta manera, se volvió un patrimonio de buena parte de la humanidad. •