La eliminación del uso del glifosato en la agricultura mundial y, particularmente en la mexicana, es la punta del iceberg en el océano de agroquímicos que sustentan el modelo de agricultura industrial, que si bien aportó alimentos a las poblaciones del mundo, al mismo tiempo dejó una ola de devastación, contaminación ambiental y daños a la salud humana que ya es insostenible; el desafío es sustituirlo por un nuevo modelo agroecológico, basado en conocimientos tradicionales e innovación científica con una visión sostenible y humanista.
En este escenario, la decisión del gobierno de la Cuarta Transformación (4T) de decretar la eliminación gradual del glifosato hacia el año 2024, junto con la cancelación de siembra de maíz transgénico en México, es de vital importancia y transciende las fronteras del país, al significar un cambio radical y profundo en la forma de concebir la producción y abasto de alimentos.
El tema del glifosato ha generado polémica en diversos sectores, en especial en el empresariado nacional e internacional, porque significa la cancelación de un modelo de agricultura industrial basado en la explotación de la tierra y la obtención de riqueza a costa de lo que sea sin considerar su sostenibilidad a mediano y largo plazo, por uno opuesto: la agroecología.
Si el planteamiento de eliminar el uso del herbicida más cuestionado de la historia significaba un reto titánico en las políticas públicas para el campo de la 4T, lo es aún más ante el anuncio del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) de autorizar para este año una cuota de importación de máximo de 20,000 toneladas, apenas 5% menor respecto al volumen que México importó en 2018: es decir, en tres años tendrá que programar la eliminación del 95% restante, para alcanzar la meta de sacar del mercado al químico en cuestión.
Y si el tema del glifosato es un enorme reto, igual es la cancelación definitiva de la siembra de maíz transgénico en México, dado que el debilitamiento de los sistemas de producción campesina en cuatro décadas de neoliberalismo, ha impactado los índices de pobreza y seguridad alimentaria, al llevar al país a importar en el ciclo 2019-2020, 16.7 millones de toneladas de maíz, 3% más de lo importado en 2018-2019, la más alta de la historia, según cifras del Centro de Información de Mercados Agroalimentarios (CIMA).
La ironía para México es que siendo centro de origen del maíz dependa de la importación de grano amarillo, procedente de Estados Unidos, donde un alto porcentaje es transgénico, el cual se envía a territorio nacional, en especial para el sector pecuario, que aporta alimentos que después consume la población mexicana. Es decir, se elimina la siembra de transgénico, pero se consume en forma indirecta y, al parecer no hay una definición clara de las políticas públicas sobre qué hacer al respecto.
Como alternativa a la importación de maíz amarillo transgénico, el gobierno federal está impulsando la estrategia “Maíz para México” mediante la colaboración entre los sectores público, privado y social, con la finalidad de incrementar la producción de maíz y lograr la autosuficiencia. Una de sus estrategias es “fortalecer las cadenas de valor del producto”, así como la “preservación” de los conocimientos ancestrales, como la milpa. En este programa coexisten los dos modelos antagónicos: el industrial basado en el uso intensivo de químicos y el agroecológico, basado en la sostenibilidad ambiental y la salud humana.
Con todas las contradicciones que implican los cambios es sin duda un avance que una vertiente de la política pública para el campo en la 4T dé un viraje hacia un modelo agroecológico, favoreciendo la pequeña producción, como en el caso del programa Producción para el Bienestar. Esta visión se enfoca a impulsar los conocimientos integrados, donde campesinos, campesinas e indígenas conectan su conocimiento milenario con el conocimiento técnico y científico, derivando en una forma de producir alimentos, pero también mejora la calidad y productividad del suelo.
Para la 4T hay desafíos al masificar las prácticas agroecológicas en los territorios productivos, donde se requiere la participación activa y el reconocimiento de las acciones colectivas de organizaciones y movimientos sociales auténticos, baluartes de las transformaciones sociales en México. Hay que fomentar la organización productiva teniendo como base ejidos y comunidades, respetando sus formas organizativas.
La soberanía alimentaria es un derecho de los pueblos. Por ello, hay que priorizar la producción agrícola local para alimentar a la población y garantizar el acceso de campesinos y campesinas y los sin tierra a alimentos sanos e inocuos, agua, semillas y crédito. Las mujeres son parte fundamental de este modelo.
Hoy, tenemos la oportunidad histórica de impulsar un nuevo modelo agroalimentario y nutricional para la población mexicana. La definición de las contradicciones, dirá hacia dónde camina la 4T. •