A mi memoria llegan recuerdos de mi infancia, me proyecto 40 años al pasado y estoy en mi pueblo, con imágenes de mi territorio cuando aún tenía vida, recuerdo las comunidades donde alguna vez se trabajó con respeto a la milpa, donde las familias producían alimento suficiente para vivir y compartir, donde se agradecía al sol, la luna, las bendiciones de la tierra, donde se pedía permiso a los dueños del monte para cortar alguna planta y preparar medicina. Ese lugar se llama Chenes, donde la apicultura y el chicle fueron en su tiempo el principal sustento económico de los pueblos mayas; donde emergió la zona de la montaña que custodiaba la vida en Calakmul.
Estoy sentada junto a mi abuelo, me cuenta sobre el monte, sobre la vida y lo bonito que es sembrar la tierra, dejarla descansar cada tiempo para que vuelva a florecer. Todo es cíclico y necesario, formamos parte del monte, nos cuida y nosotros a él, nos protege y nos defiende de los huracanes y trombas que llegan cada cierto tiempo. Me habla sobre la Xunan Kab, la abeja sagrada adorada por sus antepasados, me cuenta los secretos para curar el cuerpo, la mente y el espíritu con su miel.
Mi mente se traslada a un costado de la carretera federal N. 261, observando asombrada aquel desfile inusual de máquinas que llegaban, jamás habíamos visto algo similar. Eran enormes, extrañas y su forma contrastaba con el paisaje tranquilo, no imaginamos cuál sería su función en aquel momento. De ellas bajaron personas que vestían y hablaban extraño, se reunieron con la comunidad, alcancé escuchar que decían: “la tierra es negocio, hay que saberla trabajar, hay que hacerla rendir y ganar mucho dinero, hay que aprender a usar máquinas para cosechar, sin las máquinas nunca van a prosperar”.
Pasaron los días y las máquinas se habían ido, su trabajo había terminado, miles de árboles habían sido arrastrados por enormes cadenas y ni rastro quedó de las aguadas y los “Muules” (edificios mayas) que los abuelos y las abuelas resguardaron por generaciones.
En los nuevos mecanizados (así les llamaron) poco a poco se empezaron a implementar nuevas tecnologías para producir el campo: conocimos los fertilizantes sintéticos, las semillas mejoradas, los tractores y las sembradoras que asombraron por la rapidez para culminar el trabajo y la gran producción de maíz. Al principio pocos se animaron a sembrar, pero los más jóvenes empezaron a trabajar de manera extensiva haciendo imposible continuar con las milpas: “el futuro había llegado”.
Los mecanizados de Ich-Ek producían maíz en grandes cantidades, tanto que le otorgaron a Hopelchén el título de “El granero del Estado” símbolo de orgullo y motivo de la creación de otros mecanizados en más comunidades del municipio.
Eran los años 70 y en las noticias se anunció la modificación del artículo 27 constitucional. Previo a esto, llegó el gobierno al pueblo a plantear esta modificación en las asambleas con los ejidatarios, nadie entendió la magnitud que significaba para el campo, solo levantaron las manos para validar la propuesta que trajeron ante el discurso de mayores oportunidades para la comunidad.
Ancestralmente nuestro pueblo no tenía límites, no había conflictos entre agricultores en sus milpas o los apicultores en el monte aún con las modificaciones al artículo 27; sin embargo, se implementaría un programa de reestructuración y redistribución de nuestras tierras llamado PROCEDE. Se dividieron las tierras condicionando a las comunidades a participar para tener acceso a los programas sociales. Nos otorgaron certificados y títulos de propiedad, se limitaron los ejidos y establecieron límites comunales, nos dijeron que ahora éramos dueños y podíamos vender.
Mi abuelo ya no se encontraba para ser testigo del inicio de una época llena de carencias y privaciones para el pueblo en el que había cimentado nuestra familia. Se eliminaron los precios de garantía, desaparecieron los subsidios y apoyos para el campo, algunos ejidatarios aún se mantenían trabajando de manera colectiva pero el final era inminente, se desmantelaron las cooperativas comunitarias e iniciaron los llamados créditos para el campo.
Empezaron con la renta de tierras para los empresarios, quienes como buitres se acercaron a los pueblos y aprovechándose de las necesidades de las comunidades, establecieron las bases de sus imperios agrícolas que crecieron a medida que las comunidades se debilitaban. Nos arrebataron los predios nacionales, una parte se destinaría a la agroindustria y la otra a la conservación. Se militarizaron zonas forestales, dando origen a la reserva de la Biósfera Calakmul.
Pasaron los años y fui creciendo, con mayor conciencia de la realidad, fui testigo de la llegada de comunidades migrantes de menonitas al municipio, iniciando la deforestación de las tierras nacionales.
Miro al horizonte y el terror me invade, en menos de 40 años Hopelchén se transformó en un campo de guerra: donde se levantaban imponentes árboles y los pájaros cantaban anunciando la lluvia no hay más que desierto cubierto por plantas de soya, sorgo y maíz, semillas sin corazón que no alimentan a nuestros pueblos, son ajenas a nuestra historia y enriquecen los bolsillos de unos cuantos, mientras nuestros pueblos agonizan enfermos y los jóvenes emigran.
Lo que acontece en nuestro territorio sagrado es el resultado de un sistema de “desarrollo” impuesto por el gobierno, que ha desencadenado impactos negativos a nuestros pueblos: afectaciones a la salud, uso intensivo de plaguicidas, contaminación del agua y deforestación. Para nosotros tener grandes extensiones de transgénicos no es desarrollo, el que mueran abejas, agua contaminada, deforestación y fragmentación del tejido social no son sinónimos de bienestar. Ha llegado el momento que los gobernantes tomen en cuenta nuestra visión, las propuestas deben surgir desde el interior de nuestras comunidades, de nuestros saberes ancestrales sobre el territorio de manera integral y colectiva hacia las generaciones futuras.
Lo que acontece en Hopelchén se replica a lo largo de la península de Yucatán: nos imponen agendas globalizadas, proyectos inmobiliarios, granjas de cerdos, parques solares, siembra de transgénicos que responden a intereses de personas ajenas que hoy en día continúan con la colonización de nuestro territorio.
Me encuentro viviendo las consecuencias graves como la baja producción de miel, la mortandad masiva de abejas, las sequías prolongadas, enfermedades crónicas, incendios forestales, el desplazamiento de nuestros animales, pérdida de plantas medicinales, y me doy cuenta que nuestros derechos como pueblos indígenas no son respetados ni tomados en cuenta, nuestras formas de vida son alteradas y nos imponen un modelo de desarrollo agresivo ante nuestro buen vivir ancestral.
Estamos en un nivel de emergencia y debe hacerse un trabajo coordinado con mecanismos de diálogo entre comunidades y autoridades para encontrar un punto medio, escucharnos, proponer en conjunto y abordar lo que les pasa a las comunidades, mirar el problema de fondo, de raíz.
Estoy de pie contemplando el territorio, asustada ante la situación, llamo a mi abuelo quien me acompañó durante mi infancia, no puedo mirar su rostro, pero siento cerca su espíritu, está a mi lado como si nunca se hubiera ido, en mis oídos retumban sus palabras sabias, él me acompaña, abre mis ojos, no estoy sola. De pie junto a mí, están mis gentes de esta tierra, no estamos contentos. En asamblea platicamos y nos fijamos metas, nos ponemos de acuerdo como si nuestros ancestros hablaran, concluimos que el camino no será fácil, pero tenemos que hacer algo para devolverle a nuestra tierra la dignidad que tuvo. Es claro, tenemos que fortalecernos, aplicar lo que aprendimos, sentir orgullo de vivir en este territorio para poder defenderlo, luchar en colectivo para defender lo que aún nos queda. Sin miedo permaneceremos de pie.
Hay que enseñar a las nuevas generaciones lo que sabemos, hablarles del maíz y de los espíritus del monte, de la importancia del agua y de las abejas, hay que defender la vida y la tierra. Estamos conscientes, hemos marcado el inicio, pero ellos tienen el deber de continuar, son las semillas de aquellos árboles que alguna vez cubrieron la región de los Chenes. •