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Relatos del ombligo

Iztapalapa, donde el sacrificio de la vida propia es la vida misma

C

omo cada año, durante la Semana Santa, las miradas voltean en busca de un milagro en el oriente de la Ciudad de México, en el cerro de la Estrella, en Iztapalapa, donde de manera única se lleva a cabo, desde hace 178 años, la representación de la Pasión de Cristo. Se trata de una tradición que, sin duda llena de elementos cristianos, trasciende religiones y creencias para convertirse en una celebración de gran identidad la cual, a través de un sinfín de simbolismos, construye significados nuevos sobre expresiones antiguas, muchas de ellas prehispánicas.

Después de que hace unos 1300 años colapsó Teotihuacan, debido a causas que a la fecha todavía no tenemos del todo claras, un grupo de chichimecas fundó la ciudad de Culhuacán a orillas del Huixachtépetl, ahora llamado cerro de la Estrella, ubicado en la ribera sur del lago de Texcoco. Las condiciones de vida en este sitio eran inmejorables, había agua dulce, peces, leña, clima templado y tierras cultivables que llevaron a este pueblo a florecer, desarrollarse y fundar la patria de nuestros antepasados: Culhuacán, la primera gran población del valle de México, la ciudad de la que descienden los tlatoanis mexicas.

Aún tangible de la gran Culhuacán queda el templo del Fuego Nuevo, justo en el cerro de la Estrella, lugar en el que cada 52 años se apagaban todos los fuegos y los hombres, mujeres y niños se reunían al pie de la pirámide, los sacerdotes observaban el movimiento de las estrellas y sacrificaban a una persona, mientras se encendía el fuego nuevo para salvar al planeta y lograr que renaciera el sol, y entonces celebrar la atadura de los años, cosa que nada más podía ocurrir cada 52, y sólo si las Pléyades se alineaban con Venus, de lo contrario, la luz se extinguiría y la Tierra se destruiría.

En 1507, los mexicas celebraron su última ceremonia del Fuego Nuevo, la siguiente hubiese sucedido en 1559, pero la llegada de los españoles la interrumpió, aunque no impidió que en el mismo sitio, 500 años después, siguiera existiendo el cierre de un ciclo para dar la bienvenida a otro en el que, como antes, existe un sacrificio en el Huixachtépetl, lugar en el que está sepultado Mixcóatl, dios de las tempestades, de la guerra, de la cacería y padre de Quetzalcóatl, y en el que se sigue haciendo sagrado; ahora a través de la conciliación de dos doctrinas, del sincretismo, pues.

Cuando una persona era sacrificada durante la ceremonia del Fuego Nuevo se le concedía con ello un gran honor para el que tenía que estar preparado. Desde meses antes ensayaba la manera en la que subiría las escalinatas para después acomodarse una y otra vez hasta que cada movimiento, gesto y respiro fueran los adecuados. Quien sería sacrificado sabía qué tenía que hacer y qué le iban a hacer y, para responder al honor concedido, se preparaba con aún más dedicación que la del mejor actor ante el papel anhelado durante toda una vida. Actualmente sucede algo muy similar: quien representa a los personajes de la Pasión, sobre todo el de Jesús, sacrifica durante al menos un año su propia vida para convertir con ello a la representación en su vida misma.

Hoy, para muchos habitantes de Iztapalapa, la vida misma es un ritual sagrado a través de una representación del viacrucis que se inició en 1833, cuando por Tampico entró a México una terrible epidemia de cólera que afectó a numerosas poblaciones del país, incluyendo a Iztapalapa, donde sus habitantes se enfrentaron a una gran mortandad, más en adultos que en niños, en la que morían los padres y los hijos quedaban desamparados. Ante la terrible situación, un grupo de habitantes acudió a uno de sus templos religiosos más venerados, el santuario del Señor la Cuevita, a quien ofrecieron representar la Pasión de Cristo cada año en Semana Santa a cambio de que detuviera la epidemia y los enfermos sanaran. De acuerdo con registros de la época, justo a partir de ese momento la epidemia se detuvo y con ello las muertes.

A partir de entonces, participar en la representación de la Pasión de Cristo es un privilegio con el que se honra no sólo las creencias, sino también a los ancestros, y con la que se marca el futuro de quien en ella participa y logra ganar así un papel destacado en la sociedad del pueblo donde nació el linaje más antiguo del valle del Anáhuac. No cualquiera puede participar en el viacrucis: es requisito haber nacido en Iztapalapa, ser cristiano y no sólo parecerlo. Quienes representan a María y a Jesús, además, deben ser solteros y tener experiencia en representaciones anteriores.

La Pasión en Iztapalapa sigue construyendo significados y, sin detenerse a la vida, se adapta a ella; hasta hace dos años estuvo acompañada por millones de personas que para evitar contagios hoy deben seguirla a la distancia por televisión, lo que la mantiene como una tradición que sustituyó a la hoguera con fuego por la cruz del calvario y en la que permanece el nacimiento de un nuevo ciclo que es resultado del sacrificio del hombre como agradecimiento y tributo a sus dioses.