onald Trump es el síndrome de la deforme democracia americana.
Las reglas. Algunas fallas tienen que ver con un diseño institucional que favorece a los estados pequeños frente a los grandes, y a la población blanca frente a la de color. El colegio electoral –una reliquia del pasado–, la composición del Senado, los distritos uninominales donde quien gana se lleva todo, la ausencia de correcciones que permitan una mejor expresión de la pluralidad y el financiamiento de las campañas políticas conducen inevitablemente a crisis recurrentes de representación.
La desigualdad. Añádase a lo anterior una creciente y escandalosa desigualdad económica, social y cultural para configurar a Estados Unidos como un archipiélago donde cohabitan islas de prosperidad y groseros lujos con ghettos de pobreza extrema, parecidos a los que caracterizan algunas regiones subdesarrolladas.
La raza. El racismo constituye el gran problema no resuelto en Estados Unidos. La tasa de crecimiento de las poblaciones de color frente a la población blanca avanza mucho más rápidamente. Además, en el contexto de una población que envejece, es entre la población de color donde se encuentra la mayor reserva de gente joven. Aunque han conquistado derechos y oportunidades, en el agregado hay un mar de desigualdad con la población blanca, cuya expresión más escandalosa tiene que ver con la policía y el sistema de justicia.
Los condenados blancos de la tierra. En los últimos 30 años acompañados de los cambios tecnológicos, deslocalización de empresas e incremento de la drogadicción en la población blanca inducida por empresas farmacéuticas; la población pobre blanca ha sufrido un marcado deterioro económico, de salud y de aprecio social. Lo resiente más porque su caída es desde estratos de clases medias acomodadas. Desvertebrada, sin formas propias de asociación ha recurrido, a menudo, a sectas religiosas evangélicas que se encuentran a medio camino entre el mensaje apocalíptico y las promesas de redención en la tierra. Este ambiente inundado de resentimiento y pasiones irracionales es clara presa de las maquinarias construidas para esparcir rumores, acciones xenofóbicas y racistas, así como conspiraciones de todo tipo. Esta canasta de deplorables, como les llamó despectivamente –pero con exactitud– Hillary Clinton, son el pasto sobre el que se extienden las llamas fascistas. Desde ese punto de vista habría que situar el asalto reciente al Capitolio no como algarada coyuntural, sino como un primer ensayo general de una corriente que no desaparecerá con la salida de Trump de la presidencia.
¿Trumpismo? No hay trumpismo sin Trump. Las corrientes de supremacistas y racistas no son un conglomerado homogéneo ni surgieron con Trump. Trump encontró su base electoral, otros encontraron ahí las turbas que colgaban afroamericanos o asesinaban a luchadores sociales. Están en espera de otro líder.
¿Cómo responder? La primera respuesta debe ser contra Trump y su círculo de familiares. Particulamente Trump debe ser llevado a juicio y condenado por traición a su patria. Creer que soslayar sus crímenes puede apaciguar a los 73 millones de votantes que tuvo Trump es un error estratégico monumental. Como el de Chamberlain frente a Hitler.
Los facilitadores. Los sinvergüenzas del tipo de McConnell, Lindsey Graham, Cotton, Pence y, particularmente, Giuliani contribuyeron a deteriorar el espacio público. Estos individuos que menciono con vergüenza ajena quedarán a nivel de pie de página en la historia, pero han envenenado el diálogo público.
En el partido democráta subsisten dos almas. El alma elitista ligada a consorcios financieros y tecnológicos, y el alma social ligada al activismo y las organizaciones civiles. Ojalá esta corriente, como lo hizo en Georgia, se imponga por primera vez y atienda sin demagogia y sin concesión al racismo, a la población pobre blanca y de color.
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