l jueves, alrededor de mil jornaleros de la empresa San Marcos Invernaderos efectuaron un paro de labores en los campos del Valle de San Quintín, Baja California, para exigir el pago de varias semanas de salarios atrasados, la entrega de sus aguinaldos y que se ponga fin a la división de sus sueldos en parcialidades, una práctica ilegal adoptada por la compañía desde mediados de 2020.
Junto con esta situación puntual, salió a la luz que entre las empresas de la región se encuentra generalizada la práctica ilegal de integrar
al salario el monto de las prestaciones sociales obligatorias, con lo que se simula que es de mayor cuantía al realmente devengado. Incluso considerando los pagos por vacaciones, prima vacacional y aguinaldo como parte del sueldo, éste sigue siendo raquítico ante el costo de la vida y la naturaleza extenuante de las actividades agrícolas: 213 pesos al día.
Las denuncias referidas son un recor-datorio de que está lejos de haber concluido la lucha de los jornaleros por condiciones la-borales dignas y acordes con los derechos humanos, la cual tiene una larga historia, pero cobró notoriedad nacional el 17 de marzo de 2015, cuando estalló una huelga en todo el valle. Entonces y ahora, los abusos patronales en el Valle de San Quintín compendian las plagas que azotan a los trabajadores mexicanos: salarios estancados por debajo de la línea de la pobreza, negación ilegal del registro ante la seguridad social, ausencia de prestaciones, simulación para negar la antigüedad de los obreros, relación de trabajadores permanentes como si fueran temporales, jornadas laborales de hasta 15 horas diarias, trabajo infantil, acoso sexual contra las mujeres, uso de sindicatos de control para amedrentar a los trabajadores e impedirles la conformación de organizaciones gremiales auténticas, colusión con autoridades para mantener el statu quo y reprimir a quienes exigen sus derechos, racismo estructural y desprecio por los integrantes de pueblos indígenas.
En esta región, donde la riqueza de la tierra y sus propietarios contrasta con la miseria de los 80 mil obreros agrícolas que generan tal abundancia, un puñado de empresas amasa una fortuna aprovechando las posibilidades abiertas por los tratados de libre comercio y las cadenas de suministro globales pero, ante todo, mediante el deleznable expediente de requisar los más elementales derechos a decenas de miles de jornaleros –la gran mayoría de ellos, indígenas de Oaxaca, Guerrero, Veracruz y Chiapas–, y condenarlos a condiciones de vida análogas a las que provocaron el estallido revolucionario en el campo mexicano hace más de un siglo. No se trata únicamente de los salarios paupérrimos e injustificables frente a las fabulosas ganancias de la agroindustria de exportación: es también el predominio generalizado de dinámicas denigrantes e ilegales, como la violencia sexual que las mujeres deben soportar en silencio bajo amenaza (implícita o explícita) de perder sus trabajos.
La pandemia de Covid-19 ha exacerbado los males que ya padecían los jornaleros. Además del rezago en la atención a la salud y el hacinamiento en las precarias viviendas, los dueños de los campos de cultivo y los centros de empaque se han resistido sistemáticamente a tomar las medidas indispensables para evitar la propagación del virus entre quienes han sido señalados como población altamente vulnerable por la manera en que se organizan sus actividades.
Es urgente que las autoridades atiendan los reclamos de estos trabajadores realmente indispensables para la marcha de la economía, dignifiquen su labor y pongan fin a las simulaciones con que el sector patronal ha respondido a demandas que no sólo son justas, sino cuyo incumplimiento representa una violación abierta a los derechos humanos.