ostrar a un pueblo para atraer inversión externa no es una buena base para la economía. No nos sorprenda entonces que el Presidente haya cambiado el rumbo. Lo que es admirable es que, sujeto como está por reglas económicas globales, adopte la siguiente estrategia:
Obligados por el mercado, hagamos valer estrictamente su discurso ético: 1. Eliminemos las intervenciones del Estado que impiden la competencia, sobre todo rescates financieros que incentivan malas prácticas corporativas, 2. Comba-tamos la pobreza y la desigualdad con transferencias directas, no distorsionan-tes, otorgados a jóvenes y adultos mayores, aumentos no inflacionarios al salario para hacerlo corresponder con la productividad del trabajo y estímulos a la productividad sostenida de millones de pequeños productores rurales y urbanos; 3. Hagámoslo con la más estricta disciplina tributaria y presupuestaria, rechazando toda alza de la deuda pública.
Como el capital ya no está habituado a ser tratado así, responderá a algunas medidas disminuyendo dos o tres puntos el crecimiento del PIB, pero con otras aumentará uno o dos puntos. Y desaparecerán muchas empresas zombie, aumentará el bienestar de la población y se mantendrá estable el peso.
Esta es buena economía sujeta a restricciones, y con ella pueden funcionar la mayoría de las empresas. Pero ha enardecido a tirios y troyanos, quienes se juntan para denunciar la rudeza con que se limpian (repito, bajo principios de eficiencia y confianza del mercado) la corrupción en décadas neoliberales. En ellas incurrieron los tirios al cultivar mecanismos institucionales de asociación público-privada, y los troyanos al fungir como intermediarios privilegiados para garantizar la provisión de derechos humanos. Estos servicios y sus instituciones fueron diseñadas en universidades y think tanks neoliberales de nueva generación, allá a finales de la década de los 80, para reducir los costos de proteger la producción y finanzas, las personas y la naturaleza de la furia del molino satánico de la globalización. Ambos servicios culminaron (¿inesperadamente?) en la formación de exorbitantes rentas extraordinarias para los líderes del negocio que emergió con ellos, y de la derrama resultante nos beneficiamos por décadas millones de profesionistas, artistas e intelectuales. De hecho, ambos servicios hallaron un jugoso campo de articulación en proyectos como el Tren de la Salud del Grupo México, en modelos culturales como Esperanza Azteca y en alianzas como la Coca-Cola/WWF/Conagua. Se creó así un complejo sistema de puertas giratorias que ha permitido a sus élites moverse libremente entre las esferas corporativa, gubernamental, oenegenera y académica-artística.
Resulta penoso ver a tirios y troyanos quejarse cuando ven amenazados los servicios que no supieron defender de la corrupción. Apelan a su honestidad individual y al haber cumplido con las normas de sus estrechas éticas profesionales. No admiten que la corrupción devino de una hipertrofia de la que sacaron amplio provecho y que no quisieron combatir. ¿Pero quién lo querría? Cuando el capital se expande y derrama en programas académicos, culturales y de política pública, hay que aprovechar y no cuestionar. Pero ello dará rienda suelta a la formación corrupta de los tres tornados
capitales: la creación destructiva, la destrucción creativa y la compasión destructiva. Quien desee recuperar estos servicios y defender su rol social, podrá deslindarse de la desmesura y emular a profesionistas e intelectuales de huarache que lucharon persistentemente contra el neoliberalismo, pero ello quizá no será suficiente. Ocurre que el invierno llegó, la fiesta se acabó y no hay lugar para la añorada glotonería. Ahora se decide qué funciones sociales viven y cuáles mueren, y situaciones antes impensables, como detener la economía por una pandemia, ahora son plausibles. Por supuesto todos queremos ser salvos, y defenderemos con las garras la parcela que cultivamos para subsistir la primavera y el verano neoliberal. Y cómo persiste la era de la posverdad, nos cuesta reconocer la autoridad de quién ha de decidir, aun cuando los mexicanos vivamos en una democracia del pueblo, para el pueblo y con el pueblo. Es claro que el invierno no explica el cinismo de algunos intelectuales, artistas y economistas que lanzan su ira contra el Presidente, pero sí explica por qué muchos viven en la perplejidad y la confusión. El colapso anímico predomina cuando la acumulación del capital está en su mínimo, no alcanzan los recursos para la cooperación estratégica con el régimen y se desatan las posibilidades de las guerras entre las clases y los pueblos.
La posibilidad de la violencia avanza en México. Desde esa referencia debemos evaluar al Presidente. Los mandatarios panistas, traidores a la democracia puesta en sus manos, la iniciaron al invocar las furias de la guerra entre capos. La crueldad se instaló y cientos de miles murieron. Ahora, en el invierno, cuando los tiempos son más propicios para la violencia y los poderes neofascistas del mundo buscan desatarla, el Presidente hace lo imposible por detenerla. Y lo hace hablando todos los días con el pueblo, al modo del pueblo. Considérese entonces una bendición que mantenga el buen humor en medio de las lamentaciones, las querellas y las calumnias, y que refrende su convicción por la libertad de expresión, la no-violencia y la soberanía de los pueblos. Suprimiendo toda represión del Estado y haciendo uso sólo de la picardía tabasqueña para defenderse, es seguidor de Gandhi y Mandela y va por el camino de los estadistas que han de merecer el reconocimiento de los pueblos del mundo y la historia universal.
* Investigador del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM