o, Ripstein, no –exclamé dirigiéndome a una persona inquieta y lúcida–; Ripstein es un buen director, perono es el indicado. El documental debe realizarlo Paul Leduc.”
Aquella persona representaba a los grupos armados que se habían rebelado contra el gobierno dictatorial de El Salvador a partir de 1979. Buscaba a algún realizador mexicano que hiciera una película o un documental sobre la guerra civil en el país de Roque Dalton. Siguió mi consejo y se conectó de inmediato con Paul que para entonces no estaba bien enterado de lo que sucedía en esa nación hermana.
Paul aceptó de inmediato la propuesta y viajó a El Salvador, que estaba envuelto en llamas, y con notoria rapidez germinó una muestra sorprendente de lo que había percibido en el país donde Farabundo Martí se había sublevado en 1932. Vibrantes emociones y notorias aventuras vivió Paul en esa empresa.
Recomendé a Paul porque era un hombre multifacético, porque exploraba los senderos de lo ignoto y tenía una sapiencia a flor de piel, porque en todo se interesaba y, como decía Terencio, nada humano le era ajeno. Habiendo estudiado arquitectura, resultaba un antropólogo nato y sentía un ardor febril por la solidaridad con los marginados.
En El Salvador se entrevistó con personas de todas las corrientes políticas y clases sociales, no dejó hueco sin llenar; incluso, valientemente protegió a muchas personas que fueron agredidas en un terrible acto de represión el 22 de enero de 1980.
Logró realizar el documental y pudo sacarlo clandestinamente, titulándolo con el nombre Historias prohibidas de Pulgarcito, producto que llegó a conocerse en varias naciones y exhibió el anhelo de justicia del pueblo salvadoreño.
Hace muchos años, cuando éramos menores de edad, pregunté a Paul si creía que unos polizontes habían aprovechado su reloj; él lo cedió, buscando no ser arrestado por los supuestos guardianes del orden, que se retiraron muy satisfechos. En aquella época anhelante de cambios sociales, nos dedicábamos a hacer pintas en madrugadas frías para llenar paredes y muros con reclamos a los gobiernos. Él estudiaba en un colegio fundado por los republicanos españoles y yo en otro de la misma raigambre.
Con sobrada razón, Paul ha sido considerado un gran cineasta. Estudió el arte cinematográfico en Francia y se conectó en especial con Jean Rouch, impulsor señero de la antropología visual; fue entonces cuando Paul empezó a crear y a tejer ensueños, a producir fulgurantes imágenes y a crear escenarios visuales donde los espectadores descubríamos raíces desconocidas en todo aquello que nos parecía normal y cotidiano.
Paul no estaba muy convencido de que existiera una Época de Oro del cine nacional. Es cierto que en ese periodo se habían realizado muy valiosas y sorprendentes películas, como algunas dirigidas por Alejandro Galindo o Ismael Rodríguez y también las elaboradas a partir del brillante y retorcido cerebro de El Indio Fernández. Pero la mayoría de lo producido eran churros, en ocasiones repelentes. Además, muchos lúcidos directores, como Juan Bustillo Oro o Julio Bracho, súbitamente producían esperpentos que no eran dignos de sus propias honduras. ¿Qué es lo que tienen en común aquel excelente filme llamado El hombre sin rostro con Las engañadoras? ¿Acaso hay un parentesco entre Guadalajara en verano y La sombra del caudillo?
Pero Leduc, junto con otros críticos, fundó el grupo Nuevo Cine, porque es lo que querían hacer, un nuevo cine. Y Paul lo hizo: un cine independiente, crítico, impugnador, despertador de conciencias. Siempre me llamó la atención la ausencia de protagonismo estéril en su obra; contrastó siempre con esos intelectuales e intelectualillos que no cesan de vanagloriarse y presumir de sus inagotables hazañas; era sociable y retraído a la vez, pero no sólo sus cintas eran obras de arte, sino también su vida entera.
A Leduc no le hacían gracia divos ni divas. Le parecía que muchos actores se interpretaban a sí mismos todo el tiempo; Negrete era siempre Negrete y nunca podía hacer un papel como el de Yago; María Félix era siempre La Doña y nunca podía hacer un rol como el de la Marianela, de Pérez Galdós, y Cantinflas terminó siendo una caricatura de sí mismo.
Por eso Paul prefirió laborar con actores a veces profesionales y a veces no, pero siempre versátiles y enriquecidos, decididos a trabajar conjuntamente con él. En particular, lanzó al estrellato a Ofelia Medina, que al rencarnar en Frida Kahlo llenó de estrellas el firmamento cinematográfico e impulsó la fridomanía.
En una famosa canción se expresa lo siguiente: Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras
; por el contrario, Paul, tú no te has ido, siempre estás presente en nuestras mentes y corazones, en las almas de tus amigos y familiares y de cualquier persona que te haya conocido, y nos envuelves con tus luminosidades.
* Antropólogo e investigador del DEAS