Terminaba 1940. Hitler y Stalin se habían repartido Polonia y los países bálticos, Francia había capitulado ante la Alemania de Hitler y la marea de los ejércitos nazis y fascistas cubría el continente europeo. Las invisibles y desiguales murallas de la pragmática utopía verdadera del México de Lázaro Cárdenas no habían bastado para proteger la vida de León Trotsky, el exiliado, y ellas mismas corrían peligro de ser derruidas en los años por venir.
Pero los dos generales, Lázaro Cárdenas y Francisco Múgica, sus amigos cercanos y la marea de fondo del pueblo mexicano en esa década de fuego, de hierro y de sueños que a todos ellos levantaba habían llevado lejos la utopía, ese socialismo que no lo era, esa revolución que calaba la tierra sin saber que sobre ésta se alzaría después la ciudad de sus enemigos.
No basta juzgar las ideas que los movían y comprobar sus contradicciones y sus límites, como lo hicieron después sus críticos y adversarios.Es necesario comprenderlas y situarlas en ese movimiento de su mundo, en ese imaginario de su sociedad y de su época y en esa ética de los principios que se reflejaba en los actos gratuitos. Tal vez ellos tenían que apuntar alto y lejos, más allá de su horizonte, como a tientas lo hicieron, para que el tiro llegara donde llegó, más acá de ese horizonte, distante de su utopía.
Erraría quien creyera que el sexenio, cardenista, uno de esos lapsos excepcionales que de pronto aparecen en la historia, fue un proyecto destinado de antemano al fracaso. Ese tiempo intenso y fugaz cambió al país y trajo a los hechos promesas de la revolución por años postergadas. Fue a su manera la culminación, todo lo incompleta que se quiera pero real, del pacto mexicano inscrito en la Constitución de 1917.
La utopía cardenista pudo ser porque fue práctica: se montó sobre una onda de recuperación de la economía mexicana, a partir de 1932/1933, que permitió al gobierno disponer de recursos y a los trabajadores de una situación favorable para sus demandas. Sobre esa misma base material pudo pactar desde el Estado con los dueños mexicanos del capital, dentro de los límites fijados en los 14 puntos de febrero de 1936 en Monterrey.
Quien pase todo esto por alto olvidará que aquellos eran también estadistas, hombres del poder, con los pies en su tierra y en su tiempo, no meros soñadores de futuros mesiánicos.
Porque sin esta mediación con una realidad que, por definición, siempre tiende a negarla o a bloquearla, cualquier utopía se vuelve finalmente peligrosa y hasta destructora para quienes la llevan sobre sus hombros o pone en ella sus esperanzas. La percepción política de Cárdenas lo llevó siempre a detenerse antes de violar esa frontera invisible que Fernand Braudel definiera con precisión: “El hombre está encerrado en una condición económica que es imagen de su condición humana y es prisionero, sin saberlo, de aquella frontera que marca los límites, carentes de toda elasticidad, de lo posible y lo imposible”.
El gobierno de Cárdenas estaba anclado en un sólido principio de realidad y procedía por el sano método empírico de prueba, error y corrección. Pero para llegar por esa vía hasta donde llegaron, también era preciso que en el corazón profundo de ese pragmatismo gobernante ardiera una utopía compartida, un ideal imaginado por todos contra el cual medir la realidad.
Una utopía escrita no en los libros sino en el imaginario de una época es también una aventura del espíritu, un principio/ esperanza.
Echa raíces que hay que desenterrar cuando del tronco, las ramas, las hojas y los pájaros de un tiempo quedan sólo la sombra, la apariencia, el recuerdo •