El 17 de febrero de 1937, el presidente Lázaro Cárdenas recibió una carta fechada en Vícam, Sonora, con la firma de Ignacio Lucero, gobernador de la tribu yaqui. Le solicitaba que a su pueblo le fueran devueltos “los terrenos que nos fueron quitados en épocas pasadas por hombres ambiciosos”.
El mandatario respondió a la misiva el 10 de junio. En octubre se entrevistó con los gobernadores de las ocho tribus en Sonora. Ellos le pidieron mantener los límites de las tierras de su pueblo respetando los linderos que existían en 1740, invadidos por ganaderos.
El 10 de octubre el presidente reconoció la propiedad yaqui sobre una extensión aproximada de 450 mil hectáreas. Además, les cedió la mitad de las aguas de la presa La Angostura, ordenó la construcción de canales, les dio ganado, hospitales y escuelas.
Cárdenas escribió entonces: “Los yaquis se han conservado, a pesar de sus luchas y miserias, con todas sus características de raza fuerte, valiente y de gran inteligencia. Si durante la conquista o ya independiente México, se les hubiera dejado en posesión de sus tierras, Sonora tendría hoy una población de calidad muy superior a la de otros estados de la República. Sin embargo, considerando el estado físico y moral que aún conserva, la raza yaqui puede representar, si se le guía bien, un factor muy importante para el desarrollo del país”.
La actitud del general Cárdenas hacia los yaquis dista de ser una excepción. Entre 1934 y 1940, años en los que estuvo al frente del Estado mexicano, solucionó 10 mil 419 expedientes de tierras en favor de 7 mil 894 poblados. Repartió 17 millones 641 mil 795 hectáreas, de las cuales, casi 14 millones pertenecían a propietarios privados, el 5 por ciento de ellas de riego. Benefició a 770 mil 821 campesinos. A ello hay que sumarle las tierras reconocidas a la tribu yaqui y casi 70 mil hectáreas más reconocidas a diversos pueblos indígenas.
A diferencia de lo sucedido en los gobiernos emanados de la Revolución de 1910-1917 anteriores al suyo y de los posteriores, las tierras que entregó a trabajadores agrícolas, campesinos con pequeños predios y grupos de solicitantes, eran fértiles. En ellas, se ensayaron formas de organización colectiva para la producción y se aplicaron ambiciosos programas de fomento agrícola.
No puede extrañar así que, Lázaro Cárdenas sea, junto a Emiliano Zapata y Francisco Villa, las figuras más queridas en el agro mexicano. Múltiples asociaciones rurales llevan su nombre. En las paredes de muchas casas ejidales cuelgan fotos de las visitas del mandatario, al lado de los líderes que gestionaron la tierra.
La historia en sus manos
Entre 1934 y 1940 el campo mexicano fue escenario de un arduo combate entre jornaleros, campesinos pobres, terratenientes y una nueva élite que tomó la tierra en nombre de ellos. En esos años, retomando el impulso vital de la Revolución de 1910-17, cientos de miles de labriegos tomaron el cielo de su historia por asalto.
La cuestión agraria era entonces el “nudo gordiano” que el Estado mexicano debía cortar. Millones de campesinos tenían en el acceso a la tierra una demanda insatisfecha y vigente. Sin su solución, el peligro de retornar a un pasado violento e incierto era algo más que una posibilidad. Sin resolverla, el país se toparía con obstáculos infranqueables para su crecimiento.
En 1930, 13 años después de la promulgación de la Constitución de 1917 en la que se prometió y legalizó el reparto agrario, se conservaba una enorme concentración de la tierra. Según el censo de ese año, más de cuatro quintas partes del territorio nacional estaban ocupadas por propiedades de más de mil hectáreas. Poco más de mil 800 haciendas disponían de más de la mitad de la superficie. Simultáneamente, tres cuartas partes de la población ocupada en la agricultura, es decir, poco más de 2 y medio millones de personas, carecían de tierra.
Ironías de la historia, los campesinos, que habían derrotado a un ejército profesional y destruido el viejo régimen político, se encontraron al final de la gesta con la sobrevivencia del antiguo orden hacendario contra el que habían luchado y con el surgimiento de una casta política que usufructuó la tierra en su nombre.
“Antes de hacerme cargo del gobierno y ahora frente a él –señaló Lázaro Cárdenas– he podido comprobar que el problema de la tierra en la mayor parte de la República, sigue en pie.” Durante su mandato, el general cobijó y orientó una profunda movilización social en el campo para darle solución a ese problema.
El reparto agrario cardenista fue sólo parte del pago de una deuda histórica con el campesinado. Fue también, una vía para recomponer el poder y elemento central de un proyecto de transformación profunda del país. Al distribuir la tierra se hizo justicia a quienes fueron la fuerza principal de la Revolución de 1910-17, al tiempo que se desplazó del poder al grupo político que hegemonizó el aparato de Estado como resultado de esta guerra y se emprendió el cambio de la sociedad rural para reformar al país entero.
Confluyeron en la iniciativa un desigual movimiento agrarista desde abajo y el agrarismo estatal cardenista que abrevaba de otras corrientes radicales de la Revolución mexicana. Cárdenas fundió la utopía rural con la suya propia. De esta estrecha vinculación surgió simultáneamente una nueva realidad agraria y un nuevo país. Esta combinación de movilización social desde abajo y acción estatal hizo realidad, en parte, los postulados más progresistas de la Constitución de 1917: soberanía nacional; democracia política y social, educación pública, laica, gratuita y obligatoria; bienestar colectivo.
El proyecto
El nuevo mandatario abrió las puertas de Palacio Nacional a grupos de campesinos para oír sus quejas y peticiones e instaló un hilo telegráfico para establecer comunicación directa con las poblaciones. Simultáneamente, mantuvo los continuos viajes a los estados y las entrevistas directas con la gente.
La dinámica de la lucha por la tierra no fue similar en todo el país, sino que se expresó desigualmente. Las diferencias regionales, las distintas tradiciones de lucha campesinas y jornaleras, las cambiantes coyunturas políticas, imprimieron al proceso variantes significativas.
Los maestros desempeñaron un papel muy importante en la formulación de la solicitud de tierras. La mayoría de los campesinos eran analfabetos, así que la redacción del documento recaía en quienes tenían los conocimientos para hacerlo. Era común que los profesores explicaran a los labriegos sus derechos en materia agraria. Ellos eran el vínculo inmediato entre comunidades e instituciones.
El ejido colectivo se convirtió en una nueva forma de organización productiva, semejante a una cooperativa rural. El presidente Cárdenas vio en él una unidad para la producción más rentable, eficiente, justa y nacionalista que la antigua hacienda privada, la empresa extranjera o la pequeña propiedad. Pensó que cambiaría la mentalidad del labriego, crecería la prosperidad rural y se sentarían las bases para el crecimiento del país.
Adicionalmente, miles de armas fueron distribuidas a los labriegos, se promovió la educación rural, la sanidad pública, la construcción de carreteras, la electrificación, el crédito y la participación política.
Sin articulación nacional, protagonizado por fuerzas regionales, pero con cobertura federal, el movimiento campesino inició una fase expansiva de lucha. En distintos estados los pueblos tomaron haciendas y efectuaron congreso de unificación agraria.
En agosto de 1938, se fundó en la ciudad de México la Confederación Nacional Campesina (CNC). Un largo camino se había recorrido desde el llamado presidencial a formarla hecho en julio de 1935. No había sido un trayecto fácil ni llano. Diversos grupos campesinos se resistían a la intervención del gobierno en la fundación del nuevo organismo. Se quejaban de estar siendo utilizados con fines políticos. Sin embargo, la nueva central se formó. De hecho, la organización campesina autónoma casi se extinguió.
Desde su nacimiento, la CNC fue un baluarte del Estado. Sus dirigentes pasaron a formar parte de la clase política. Varios de ellos fueron nombrados funcionarios públicos, otros ya lo eran. Desde el principio estuvo afiliado al partido del gobierno, y fue parte central de su maquinaria electoral.
Una nueva historia
Gracias a la reforma agraria cardenista el país entró en una etapa de crecimiento económico. El campo se modernizó. Millones de campesinos mejoraron su nivel y calidad de vida. El capital extranjero sufrió un fuerte descalabro en la explotación de recursos estratégicos y agrícolas, el petróleo incluido.
Sin embargo, la reforma agraria no pudo avanzar en su proyecto de transformar significativamente el país hacia un sistema más justo. Las agencias estatales de desarrollo rural se convirtieron en modernos vampiros succionadores de la riqueza generada por el trabajo campesino. Las comunidades rurales quedaron presas en las redes corporativas y clientelares construidas para defender sus intereses.
Con la llegada al poder de Manuel Ávila Camacho en 1940, un nuevo proyecto se impuso en el país y en el campo. Sonó la hora de la contrarrevolución agraria. El nuevo gobierno apoyó de manera destacada a los grandes agricultores y ganaderos contra el campesino, se desestimuló la producción colectiva y la atención prioritaria al campo. El mundo rural se convirtió en una fuente de subsidios del urbano y el ejido un gran estacionamiento de mano de obra.
Lázaro Cárdenas del Río, es el mandatario mexicano del siglo XX más reconocido. En su gobierno, se entabló un pacto entre Estado y campesinos, con sus pros, contras y asegunes, que terminó con la contra-reforma agraria salinista de 1992.
Sin embargo, en el mundo rural quedó viva la semilla de la resistencia. A pesar de los años transcurridos, el fantasma del general Cárdenas sigue cabalgando en ejidos y comunidades hasta el día de hoy. Muchos campesinos no olvidan que sus padres y sus abuelos obtuvieron su tierra con él •