Las culturas alimentarias de México son un entramado que representa la forma como nos hemos comunicado a través de lo que comemos, lo que sembramos, lo que cosechamos, lo que cocinamos, lo que salamos, lo que ahumamos y con lo que alimentamos nuestros sueños, nuestro estómago y nuestro corazón.
Alimentarnos en colectivo nos enseña a hacer comunidad y nos permite fortalecer nuestras diversas identidades. Es una falacia decir que en nuestro país sólo existe una cocina mexicana, pues tenemos la riqueza de estar arropados por 68 pueblos indígenas, afromexicanos y populares, donde cada uno tiene una forma de nombrar el maíz (que es el centro de nuestra alimentación), el frijol, el chile y la calabaza, que nos incluyen en las representaciones de ver el mundo, de relacionarse con él y de organizarnos para responder a la crisis de salud que no agobia.
¿De qué hablamos cuando nos referimos a las culturas alimentarias?
Imaginemos una cocina rural de nuestro país donde una familia, antes de salir a sus actividades diarias, comienza su día con un caldo de quelites, frijolitos con tortillas hechas a mano, salsa de molcajete y una rica taza de café, todos ellos ingredientes producidos en su traspatio, o intercambiados con los vecinos o comprados en el mercado local.
En otra latitud, también dentro del territorio nacional, los miembros de otra familia desayunan cereal con leche, un café y si tienen tiempo, un pan con alguna mermelada o dulce que les dé energía para llegar a sus escuelas y centros de trabajo.
¿Qué nos muestran estas postales alimentarias?
Que en cada región existen usos, tradiciones, costumbres y prácticas alimentarias que tienen relación simbólica y directa con sus ingredientes en el contexto social que se enuncian; además, nos revelan la pertenencia a un grupo social. A eso nos referimos cuando hablamos de culturas alimentarias.
Cuando comemos también excluimos. Las postales arriba descritas evidencian dos maneras distintas de comenzar el día, tal vez una menos saludable que la otra, tal vez otra más económica, quizá una enraizada en alguna cultura; pero pese a ser diferentes, ambas son representativas del México actual.
Aunque la mayoría de las personas siguen consumiendo lo que la milpa nos da, tener una alimentación que nos simboliza en la modernidad, que nos incluye en un estatus fuera de nuestra realidad, da pie al racismo alimentario, que representa el privilegio de un grupo de personas sobre otros. Por ejemplo, existen diversos dichos y refranes que revelan en nuestro convivir diario este racismo: “No comas frijoles porque se te olvida el inglés”, “Nunca falta un prietito en el arroz”, “Traes el nopal en la cara”…
Estas prácticas excluyentes dañan no sólo nuestra identidad, sino nuestra salud. En nuestros platos diarios, cada vez encontramos menos maíz, frijol, quelites y productos que culturalmente nos han acompañado, porque ya perdimos la capacidad de valorarlos, porque no sabemos ni tenemos el tiempo para prepararlos. Incluso nos da pena que nos asocien a lo rural, a lo rudimentario, a lo indígena, a lo afromexicano, o no queremos que se burlen de nosotros por consumirlos y recrearnos en nuestra memoria alimentaria.
Se nos han impuesto prácticas y consumos culturales que han afectado nuestra salud por el cambio de alimentación y han provocado que nos dé vergüenza comer aquello de lo que nuestra memoria colectiva y familiar nos dotó; con ello se ha contribuido a despreciar y discriminar lo que podríamos consumir en este momento de emergencia sanitaria, e incluso sería parte de la solución al grave problema de obesidad y desnutrición porque, como dice el poeta Mardonio Carballo, somos lo que comemos.
Desmantelar el racismo alimentario de nuestras culturas alimentarias es un trabajo de todas y todos los que tenemos la certeza de que un mundo mejor podemos construir. No es idealizar tiempos pasados, es tomar lo que mejor sabemos hacer, comer con la memoria, con la identidad y el territorio. Pensar global y comer local, ahí está la respuesta.•