Tan importante para la identidad de una cultura puede ser su idioma como su comida. Una y otra se construyen por siglos, por milenios. La diversidad de alimentos y cocinas en el mundo expresa la relación profunda que ha desarrollado un sinnúmero de sociedades con los diversos ecosistemas donde habitan. Los grandes avances de la ciencia occidental no han podido explicar cómo se construyó la sabiduría de muchos de estos sistemas de alimentación.
Por ejemplo, la milpa, que encuentra un balance entre diversos vegetales tanto para la nutrición de nuestro organismo como de la tierra. El frijol que crece enredándose al maíz y captura el nitrógeno para hacerlo llegar a las raíces y vigorizar el crecimiento. Luego, la combinación de los aminoácidos del maíz y el frijol se complementan, generando una proteína fundamental para la alimentación en una cultura que, más que “del maíz”, debería llamarse “de la milpa”.
Pierre Bourdieu, sociólogo francés que derrumbó los límites de diversas especialidades para bordar de forma más compleja la realidad social, explicaba cómo los gustos se construyen culturalmente. En materia de alimentación, éstos se han formado en cada región con los recursos alimentarios que el entorno brinda y a través de una interrelación profunda y compleja entre la especie humana y los reinos vegetal y animal.
A ello se han añadido alimentos intercambiados con otras regiones. Colonizaciones y conquistas han llevado y traído alimentos que se han incorporado a las cocinas. Sin embargo, hasta nuestros días, en diversas regiones del mundo persiste la cocina basada en los alimentos ancestrales de la región.
Toda la alimentación tradicional —basada en granos, verduras y frutas, con consumo de productos animales en menor o mayor medida— ha mantenido estable la salud de la población, sin contar con sequías, inundaciones o plagas, que trajeron hambrunas.
También han provocado hambrunas los esquemas de comercio internacional de alimentos en diversas naciones, no porque no tuvieran capacidad de producción, sino por dedicar sus tierras más fértiles a cultivos para la exportación, mientras carecen de alimentos para su mercado interno.
Países como México tienen superávit comercial en productos agrícolas, por su creciente producción y exportación de hortalizas y frutos, base de la salud alimentaria, en tanto la población dejaba de consumirlas aceleradamente. Paralelamente, en nuestro país aumentaba el consumo de comida chatarra y bebidas azucaradas, hasta convertirnos en el mayor consumidor de refrescos y alimentos ultraprocesados en América Latina.
La destrucción de la dieta tradicional y la salud de los mexicanos ha tenido como eje la captura de nuestro paladar, la deformación de nuestro gusto, proceso que comienza con los niños, invadiendo su entorno con publicidad y comida chatarra, elaborada con altos contenidos de una “triada adictiva” común a estos productos: altos contenidos de azúcar, grasas y/o sal. El azúcar, por sí misma, tiene un gran potencial adictivo, más si se combina con cafeína; de ahí el éxito de Coca Cola. El azúcar mezclado con grasa y sal es otra fórmula adictiva, presente en el pan dulce de Bimbo. También lo es la combinación de grasa con sal de las papas fritas y demás frituras de Sabritas o Barcel.
Su objetivo es que no se dejen de comer, de beber. Los institutos de salud de Estados Unidos han demostrado que seguir una dieta basada en ultraprocesados lleva a comer más, a rebasar el consumo de energía y, así, a aumentar de peso: un kilo de peso más cada dos semanas.
Agreguemos los daños de todos sus ingredientes artificiales (colorantes, saborizantes, aromatizantes, conservadores, espesantes, etc.). Sin olvidar todas las vitaminas, minerales, fitoquímicos y otros elementos fundamentales para la salud y el sistema inmunológico que se dejan de consumir.
Nuestra gran variedad de alimentos y culturas culinarias, derivada de la enorme diversidad biológica y cultural, nos dio una de las mejores cocinas del mundo. Sin embargo, esta rica expresión de gustos se encuentra en riesgo por la invasión de ultraprocesados a nuestras mesas, desde cereales de caja en el desayuno y la cena que desplazan al amaranto y la avena, hasta la Coca que sustituye al agua simple o a la de frutas, la Maruchan en vez de frijoles, el pan de caja en lugar de tortillas, los Cheetos en vez de la jícama con limón y chile piquín.
Sólo un conjunto de políticas modificará las condiciones que crearon el ambiente obesogénico. Entre ellas, el nuevo etiquetado frontal de advertencia dará información sobre el exceso de la “triada adictiva” —azúcar, grasas saturadas, sodio—, e indicará si un producto tiene edulcorantes no calóricos o cafeína, señalando que no son recomendables para niños. Sin duda, es el mejor etiquetado establecido hasta ahora.
Esperamos que junto con otras medidas este etiquetado ayude a recuperar nuestro gusto por los alimentos saludables, que lo liberemos del secuestro generado por estos productos, que se inicie un proceso de des-cocacolonización en las comunidades indígenas y en todo el país. Oaxaca y el proceso iniciado en diversas comunidades de ese estado están en el camino correcto. •