La sociedad mexicana, que representa 2.1% de la población mundial, cuenta con los índices más altos de obesidad, diabetes e hipertensión arterial; en el otro extremo, se calcula que 20% de la población sufre de pobreza alimentaria. Es decir, somos reflejo de una dramática situación que impera en el mundo, producto de un sistema agroalimentario dominado por un puñado de empresas transnacionales que acaparan el mercado de alimentos y bebidas. En las últimas décadas, se han consolidado monopolios en la cadena agroalimentaria, desde las semillas y agroquímicos, que tanto afectan a la salud humana y ambiental, hasta la producción de alimentos ultraprocesados.
En contraparte, existe otra realidad, un México profundo, en palabras del maestro Guillermo Bonfil Batalla, que conserva y transmite de generación en generación saberes, formas de consumo y producción ancestrales, que hoy se convierten en una modernidad alternativa, constituidos en gran parte por la biodiversidad silvestre, domesticada y semidomesticada. Entre los vegetales, destacan el maíz, calabazas, chayotes, frijoles, jitomates, vainilla, chiles, tubérculos y raíces, además de la variada fauna con diversas aves, mamíferos, reptiles e insectos. Es decir, un paisaje culinario, nutricional y agroecológico, como lo describe Daniel Zizumbo en “Aportes de la milpa mesoamericana en el contexto de la transformación de la cultura alimentaria”, trabajo presentado en el Seminario Internacional sobre Agroecosistemas que organiza la Semarnat.
Se ha demostrado científicamente que los sistemas tradicionales de producción de las culturas ancestrales mexicanas están basados en una praxis acorde a las realidades culturales, ambientales y socio-económicas de donde se desarrollan. Lo más interesante es que éstas tienen afinidad con los principios agroecológicos. Es decir, son modelos que promueven la diversidad y pluralismo; conservan y protegen la base de los recursos genéticos existentes sin comprometer su inexistencia a las generaciones futuras; aumentan la resiliencia; generan métodos de aprovechamiento eficientes y de bajo consumo de recursos.
Su práctica durante miles de años, en las circunstancias ecológicas locales, propició la generación de variedades y poblaciones nativas de vegetales. Es decir, el paradigma agroecológico da la oportunidad de que los actores de cambio sean las mismas comunidades indígenas.
En el contexto de la crisis civilizatoria, incluidas las pandemias, la biodiversidad que ofrecen los sistemas ancestrales se traduce en los servicios y productos ambientales que nuestro bienestar humano necesita, en especial los relacionados con la dieta. Trabajos especializados como los de Zizumbo y Patricia Colunga, que estudian la composición nutracéutica de alimentos tradicionales de la península yucateca, indican que el menú ofrecido por las milpas y solares mayas está libre de ácidos grasos trans, sal y azúcares añadidos; proporciona una ingesta equilibrada de grasas, proteínas, carbohidratos y fibras, respecto al total de las calorías ingeridas; se obtiene una cantidad deseable de grasas, pero baja en grasas saturadas y colesterol; además, contiene todos los aminoácidos necesarios y minerales y vitaminas en cantidades deseadas.
Sin duda, una dieta como la que brindan los sistemas tradicionales permite enfrentar las epidemias sanitarias de obesidad, diabetes e hipertensión, y afrontar la pandemia del coronavirus que ha evidenciado los efectos dañinos del actual sistema alimentario de México y el mundo. En resumidas cuentas, voltear al pasado (sin retroceder), revalorizar, investigar y promover nuestro patrimonio biocultural nos permite restablecer el paisaje nutrimental, culinario y agroecológico.
Incluir una alta diversidad genética proveniente de sistemas ancestrales en nuestras vidas favorece la existencia de los procesos ecológicos en los agroecosistemas, promueve la conservación de la agrobiodiversidad in situ y la evolución constante de las especies en entornos climáticos adversos, generando así variedades resilientes al cambio climático. Ayuda también a conservar la cultura, tradición y conocimiento tradicional asociado a la agrobiodiversidad. Asimismo, permite generar y detonar procesos productivos asociados a cadenas de valor que benefician la economía local y la apertura de mercados especializados. Se trata de una agricultura de la vida, el consumo responsable y la salvaguarda de nuestro patrimonio biocultural.
Por ello, desde la Semarnat se mantiene un programa vigoroso para proteger tanto nuestra biodiversidad, como los conocimientos asociados, que son la base para el uso de esta riqueza y que en los próximos años proveerán alternativas ante los problemas de bioseguridad y de cambio climático que enfrentará la humanidad. •