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Relatos del ombligo

La Romita, plaza de garzas, frailes y ahorcados

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▲ Iglesia de Santa María de la Natividad en Aztacalco, en la Romita. La iglesia fue construida en 1530.Foto tomada de Internet
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urante siglos, el camino que había de caminarse para llegar de la Ciudad de México a Chapultepec pasaba por un sitio que desde la época prehispánica, y hasta la actualidad, guarda y suma gran cantidad de símbolos y estigmas; se trata de la Plaza de la Romita, lugar del que la colonia Roma toma su nombre y que, antes de que se desecaran los lagos del valle de México era un islote llamado Aztacalco, en el que, rodeadas por las aguas, descansaban y pernoctaban las garzas que durante el día volaban en la –entonces– región más transparente del mundo.

Durante los enfrentamientos entre mexicas y españoles en Tenochtitlan, mujeres, viejos y niños huyeron de la ciudad, varios llegaron al islote de Aztacalco y ahí esperaron a los sobrevivientes de los enfrentamientos. Tras la Conquista, y con el proyecto civilizatorio español, los peninsulares reservaron para ellos la Ciudad de México desplazando a la población indígena hacia los alrededores en barrios que, sin ningún ordenamiento, fueron estigmatizados como asentamientos idólatras a los que –por miedo– no llegaban los evangelizadores. La situación no podía permanecer así, la enseñanza e imposición de la nueva fe era un asunto que debía realizarse por órdenes tanto mundanas como celestiales.

Los españoles sabían muy bien que la evangelización es más poderosa que las armas y que por la fuerza física podían someter a sus rivales, pero para realmente conquistarlos requerirían del convencimiento. ¡Quién mejor para llevar a cabo la tarea de ganar el pensamiento y voluntad de los indígenas que los franciscanos! Además de ser austeros, contaban con un proyecto educativo que buscaba la autosuficiencia económica al mismo tiempo de estar acompañado por un cristianismo primigenio; es decir, basado en enseñanzas de Jesús, en las que no había distinción de raza, condición económica ni clase social; también los franciscanos veían en los nuevos territorios la oportunidad de poner en práctica la utopía social que no pudieron construir en Europa, así que no existía mejor prospecto para tan importante labor que la orden fundada por san Francisco de Asís. Así, en 1523, llegó a la Nueva España fray Pedro de Gante y en mayo de 1524 un grupo de frailes –al que hoy se conoce como los 12 apóstoles de México– para dar inicio a la evangelización regulada en la Nueva España.

Pedro De Gante se llamó Pieter van der Moere y no era un fraile común, su influencia llegaba hasta lo más alto de las autoridades eclesiásticas y gubernamentales debido a que no sólo fue paisano de Carlos V, sino también su pariente. No se sabe con certeza qué tan cercana era la consanguinidad, aunque sí está claro que, a diferencia de lo que dicen algunos datos históricos, no es posible que haya sido su hijo ni su hermano, debido a que nació varios años antes que el emperador y con muy pocos de diferencia –acaso uno– de Felipe El Hermoso, padre de Carlos.

Aquel parentesco, reconocido por ambos y documentado en las cartas que Pedro enviaba a Carlos V, sirvió al franciscano para tener, digamos, derecho de picaporte con el entonces hombre más poderoso del mundo, concesión que utilizó para denunciar el terrible trato que los encomenderos españoles daban a los indígenas, y promover que, a través de la enseñanza de artes y oficios, la educación fuera el arma para su defensa. Solicitó entonces al emperador los recursos que debido a la austeridad franciscana carecía y emprendió, junto con otras, la tarea de construir en Aztacalco un templo dedicado a Santa María de la Natividad.

El templo fue construido con mano de obra indígena y, debido a su terrible condición de marginalidad, se convirtió en referente político y cultural de un proyecto franciscano que luchó por abatir la desigualdad y los abusos en contra de la población indígena pero, a pesar de ello, el estigma continuó. Durante el virreinato, en los frondosos ahuehuetes que daban sombra afuera del templo, se colgó a ladrones que, justo antes de ser ejecutados, se encomendaban a una figura del Señor del Buen Ahorcado, que aún subsiste y puede ser visitada.

Aztacalco cambió de nombre y se llamó, primero, Santa María Aztacalco, luego San Cristóbal y, a partir del siglo XVIII, La Romita, debido a la semejanza que algún terrateniente del lugar encontró –o quiso encontrar– entre el camino que llevaba de la plaza a Chapultepec con el que conducía de la ciudad de Roma a Tívoli. Es, dentro de las colonias con mayor auge urbanístico en la Ciudad de México, un pueblo que no ha permitido la gentrificación; rodeado por grandes edificios, elegantes corporativos y avenidas congestionadas, guarda aún en su construcciones de un solo piso, plaza, calles y, sobre todo, en sus vecinos, el sabor arrabalero que le llevó a ser escenario de la película de Luis Buñuel Los olvidados y la novela de José Emilio Pacheco Las batallas del desierto.

Así que en su próximo paseo por La Romita no se escape de su identidad de barriada que, desde la Conquista, ahuyenta a quienes temen y atrae a quienes buscan.