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Escondidos y por los rincones

Tlalpeño, el serenísimo caldo que le curó la cruda a un presidente

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▲ Retrato de Antonio López de Santa Anna (1794-1876).Foto INAH
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l caldo, para los capitalinos, va mucho más allá de un simple alimento; tomarlo forma parte de una especie de metabolismo socialurbano con el que, a través de un apapacho –caricia al alma–, se mata con lumbre al fuego que la cruda produce.

Una mañana, o mediodía de sábado o domingo sin caldo caliente, puede ser para muchos señal de fracaso social que sugiere una noche anterior sin fiesta, baile, ni tragos. Esa poción caliente –a la que con cariño se llama por su diminutivo caldito– que emana olor a hierbas, cebolla, chile y bienestar, suele tratarse, acompañada por una cerveza bien helada, de un coronamiento de los excesos que garantiza una sanación tan rápida y efectiva, como sabrosa y adictiva.

Hay de caldos a caldos y, en cuanto a ellos, la Ciudad de México se cuece sola, ofrece desde el de Indianilla, en la Doctores, hasta el de hongos, en Cuajimalpa, pero dentro de la enorme variedad que existe hay uno que destaca sobre los demás. Se trata del caldo tlalpeño, cuya autoría pretenden atribuirse jarochos y tapatíos, y sobre el cual las evidencias señalan que su creación es tan azarosa como chilanga, aunque, eso sí, hay que reconocer que, de manera indirecta, algo de jarocha tiene: el caldo tlalpeño fue creado para curar el síndrome de abstinencia alcohólica –la cruda pues– a un presidente de México nacido en Veracruz: a Su Alteza Serenísima, al Gran Maestre de la Orden de Guadalupe, al vendepatrias, al 15 uñas, a Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, mejor conocido simplemente como Santa Anna, nombrado por Enrique Serna, en su libro homónimo, como el seductor de la patria en un inmejorable apelativo para referirse al político, militar y 11 veces presidente de México, que conoció a una patria apenas señorita, inexperta, recién emancipada y con ganas de comerse al mundo, para hablarle al oído con dulces palabras diciendo justo lo que quería escuchar, para luego seducirla tantas veces como la dejó, para luego regresar y finalmente desentenderse.

Vamos por partes, Santa Anna tuvo la propiedad de una casa de recreo en San Agustín de las Cuevas, hoy centro de Tlalpan, ubicada en la esquina de las calles que actualmente conocemos como avenida San Fernando y Madero. Largas eran las temporadas que pasaba ahí, y no perdonaba, año tras año, las fiestas de San Agustín. En ellas disfrutaba apostar en peleas de gallos, participar en juegos de azar y, sobre todo, comer y beber. Es tanto lo que gozó Su Alteza Serenísima del ambiente rijoso y pachanguero de aquellas fiestas, que es posible que, si hubiese puesto tan sólo una cuarta parte de ese entusiasmo durante las negociaciones de Texas, hoy el territorio nacional tendría el doble de su extensión.

Durante las noches de fiesta en San Agustín de las Cuevas era pan de cada día que, sin importar si su gallo favorito resultaba ganador o perdedor en la pelea, al general se le pasaran las cucharadas. Su séquito, siempre diligente, estaba preparado para contener exabruptos y, por más severos que fueran, disimular estados inconvenientes –algo que hace un par de sexenios tampoco era ajeno al personal del Estado Mayor Presidencial–, pero quienes debían estar más atentos que nadie en atender al Gran Maestre eran los encargados de sacarlo del infierno de la cruda. Una mañana, el malestar resultó más severo de lo acostumbrado, tanto, que Santa Anna pidió a la cocinera que le preparara un remedio. Ante tal encomienda, sin duda asunto de seguridad nacional, la responsable de alimentar al presidente se dirigió al huerto privado de la propiedad donde, de forma por demás azarosa, fue tomando las verduras, hierbas y chiles que encontró a su paso, para después dirigirse al gallinero donde, apresuradamente, seleccionó al pollo que consideró más propicio para preparar un caldo criaturero y reparador.

Mató al pollo, limpió las verduras, desvenó –ligeramente– los chiles, y eligió los condimentos que después mezcló al fuego y, una vez cocinados, los colocó en una olla de barro para así presentar a su distinguido patrón el desayuno. Al probar tan delicioso y reconfortante platillo, Santa Anna se sintió libre de las llamas que el castigo de los excesos ejercían en su organismo y mandó llamar a la cocinera para preguntarle el nombre de tan maravilloso caldo. Ella respondió sin pensarlo mucho para salir del aprieto: caldo tlalpeño.

A partir de aquel día, sucedido 50 días antes de la Pascua entre los años 1833 y 1835, la anécdota y receta fueron pasando entre los pobladores y su descendencia que, orgullosa de sus raíces, continuó preparándolo hasta convertirlo en un platillo típico de la región que, con la llegada del tranvía a Tlalpan y el crecimiento de la mancha urbana, trascendió a referente mundial de la gastronomía mexicana.