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El día después de la pandemia
E

n México no hay registro de una caída del producto interno bruto de 18.9 por ciento. Ni las hondas crisis de la deuda ni de la deuda más inflación ni la quiebra del sistema financiero en los años 70, 80 y 90 tienen comparación. Tampoco el último choque externo que enfrentó nuestra economía en 2008-2009 con la catástrofe financiera global. Hay que decir que la historia económica de México tiene un hueco en el registro del PIB en los años de la Revolución.

La destrucción del valor en esa época, en términos económicos, es probablemente el golpe más profundo que ha sufrido nuestro país, pero los datos son inconsistentes o no existen.

Sirva el preámbulo para comentar que estamos ante la crisis económica más profunda que esta generación y la que le precede han enfrentado. Una crisis agravada porque, a diferencia de otras, en ésta no hay una guerra mundial en ciernes que reactive los motores de la producción (como ocurrió a finales de los años 30), tampoco un Plan Marshall en el que los países ricos apuesten a la recuperación de los más afectados; de hecho, la economía más importante del mundo, la de Estados Unidos, es una de las más golpeadas por el desplome económico derivado de la pandemia del Covid-19.

La palabra crisis es casi un genérico para los mexicanos. Este país lleva casi medio siglo entrando y saliendo de esa situación. Bien a bien, sabemos cuándo empezaron algunas porque tenemos momentos icónicos y terribles (pienso en aquel primero de septiembre de 1982 o en aquellos días de diciembre de 1995), pero no sabemos cuándo terminaron.

Esa incertidumbre tiene una razón lógica y financiera: las crisis se detonan y se superan en términos de los indicadores básicos (producción, inversión, PIB, etcétera), pero perduran como cicatrices en la economía de un país, en la confianza de los consumidores. En esa línea, ¿cuándo terminará la crisis económica detonada por el coronavirus?, ¿hay un día después del Covid-19? Lo menciono porque habrá fenómenos sociales, de seguridad pública, empleo y maniobrabilidad macroeconómica en una década, determinados porlo que está pasando hoy. Por el restaurante que no volvió a abrir sus puertas, dejando a trabajadores y familias en la calle; por el joven que estaba a punto de entrar a la universidad, pero vio cancelados sus planes; por los recursos que habrían de invertirse en infraestructura pública, y deben redirigirse a la atención de la salud; por los engranes de la compleja economía mexicana que no habrán de moverse porque hay menor consumo, y expectativas ajustadas a la baja.

La dimensión del colapso de la actividad productiva es menos importante que sus características. A diferencia de un golpe seco del que puede esperarse un rebote rápido, esta crisis-pandemia ha modificado rutinas, maneras de hacer las cosas, formas de moverse, de viajar. Es una crisis con honda huella sociocultural y, me atrevería a decir, actitudinal. Eso la hace más difícil de superar.

En ese sentido, cobra relevancia, como nunca antes en la historia moderna de México, la reactivación de la inversión privada. Si el gobierno de México ha determinado incrementar las transferencias directas a partir de recursos fiscales, es imperativo que las empresas encuentren incentivos para invertir, mantener y crear nuevos empleos.

Entiendo la defensa de los apoyos sociales y, hoy más que nunca, serán un factor de contención social ante la caída generalizada del ingreso (calculada para más de 12 millones de mexicanos).

Sin embargo, la capacidad de la iniciativa privada para incidir en el ciclo virtuoso empleo-crédito-consumo es exponencialmente mayor a la del sector público. Los empresarios –desde el más pequeño hasta el más acaudalado– van a jugar un papel clave en la historia que México debe construir en los próximos años.

No sobra decir que, ante este panorama, nuestro país no puede caer en la terrible tentación de la división y la discordia.

Nos costó territorio en el siglo XIX, nos costó sangre en el siglo XX, y nos puede costar tiempo en el siglo XXI. La unidad nacional, lacapacidad de armonizar la inversión social con la privada, es la única receta lógica ante el mayor reto económico que ha enfrentado México.