Recuerdos // Empresarios (CXXIX)
í, vaya lío. Esos envíos de los que Conchita mencionaba en nuestro escrito anterior, que eran indispensables, pues saber planchar una camisa de chorreras y un sombrero cordobés, ¿qué no decir de chaquetones, pantalones y demás?
Renglón aparte merece el arte de planchar un sombrero cordobés. Mi sombrerera era especial, pero se deformaba y tenía que seguir viaje hasta la calle de las Sierpes. Como en España nada es uniforme, me devolvían los sombreros maravillosamente planchados. ¡Cuantas veces habré visto a Asunción rellenándoles, a última hora, de papel.
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“Una de las cosas que más gracia me hizo al conocer Sevilla fue la extrema naturalidad de su gente. Recuerdo que al ver un patio precioso exclamé entusiasmada: ‘¡Qué patio tan maravilloso!’
A lo que la dueña contestó: ‘Eso dicen, que es lo más bonito que hay en el mundo’.
“Más tarde escuché a un aficionado de los buenos que le decía a Belmonte: ‘¡Juan, qué barbaridad, cómo estás toreando!’
“Belmonte no se mostró sorprendido.
“Yo –contestó maliciosamente el gran torero– siempre he toreado así. Tú eres el que no te has querido fijar.
“Conocí a Belmonte en la plaza de la Maestranza.
“–Si, es una niña– comentó al mirarme.
“Y al observarle, recordé la tribuna y las anécdotas que allí contaban. Recordé tantas cosas, que tuve ganas de decirle que le conocía de toda la vida.
“Juan nos invitó a su cortijo Gómez Cardeña, uno de los lugares más agradables del mundo. La casa de campo de Belmonte, rodeada de potreros, posee una sala amplia y confortable, donde cuelga un maravilloso cuadro de Zuloaga. Representa al dueño de la casa vestido de luces de grana y negro, con la muleta desplegada y caída a su lado. Unos claveles y unas manchas de sangre son los únicos indicios de la lucha habida, pero al mirar la obra del inmortal pintor, se adivina que la tarde de toros fue asombrosa. Este fue el primer cuadro que aprecié en mi vida.
“Mesas, revistas, sillones y sofás de tipo inglés, buenos libros y una hoguera completan el aristocrático y campero ambiente del cortijo. Una merienda deliciosa, acompañada de refrescos y buen vino, es allí cosa sabida. Y frente a la mesa, grande acogedora, del señorial torero, puede verse a Julia, su mujer y sus hijas Yolanda y Blanquita, con sus respectivos maridos, Dámaso Arango y Rafael Beca. Reúnense también allí, extranjeros ilustres o amigos que conocieron a Belmonte al otro lado del globo terrestre.
“Un extremo de la sala descrita se abre sobre una pequeña terraza, cubierta por ancho toldo. Esta terraza es, nada más y nada menos, que el palco del tentadero del cortijo. La placita es pequeña, siendo su único adorno la figura de su dueño o la sonrisa melancólica de Rafael El Gallo, un gesto de ambos o una vaquilla brava. Su sabor es puro y allí se pueden ver siempre torerillos que sueñan con la gloria, o escuchar cátedra. Además, puede uno gozar con el diálogo entre Juan y su amigo inseparable, Sebastián Miranda, o anotar una observación de Cossío, que con ellos se encuentra allí tantas veces.
“Existen muchísimas maneras de ser aficionado a los toros. A Sebastián Miranda y a Zuloaga, por ejemplo, les encantaba, más que nada, la estética en el ruedo. Un día, en el tentadero de Juan, ambos comentaban las calidades excelsas de un novillero desconocido.
“¡Pero si no vale nada! –protestó indignado un aficionado.
“Toreando, no –confirmó Sebastián Miranda–, pero –concluyó el eximio escultor– ¡con que arte se coloca la montera!
“En el tentadero de Gómez Cardeña pasé horas inolvidables gracias al genio de nuestro extraordinario anfitrión. Su toreo era una obra prima, estética y bella hasta lo increíble, que superó todos mis pronósticos. Mas, lo que elevaba a Juan Belmonte a insospechables alturas era su propia y maravillosa personalidad. Yo quisiera reducirla a palabras, pero no es posible. En el agradable conjunto de su persona hay algo que no se consigue definir, algo que se esfuma, cual fantasma, entre la imaginación y la pluma.
Mirábamos con él y varios aficionados a un torero moderno, que daba pases contorsionándose cursimente en cada muletazo. El diestro tenía fama y dinero y su toreo era del agrado de las multitudes.
(Continuará)