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El estante de lo insólito
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Foto Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Nada hay aquí, la tumba está vacía. / La muerte vive. Es. / Toma el espejo / y mírala en el fondo, en el reflejo / con que en tus ojos claramente espía.
Carlos Pellicer. Sonetos postreros.

C

uando se llega a un cruce con su nombre las personas dudan, se intimidan y lo evitan, porque nombrarla siempre suena a invocación y nadie quiere encontrarla antes de tiempo. Así que es preferible rodear cualquier Valle o Laguna de la Muerte, no sea que la topemos en su interpretación típica, con capa o túnica, con guadaña en mano, con el brazo extendido y los huesos de la mano ofreciendo el saludo irrevocable de que nos toca partir. Desde la filosofía, la religión o la dureza científica de su presencia, nosotros la metemos en todos lados. La gente se ama hasta que la muerte nos separe, y aún hay quien dice que podría morir de amor. Está La Muerte en el juego mexicano de La Lotería, y la gritamos como la huesuda, como si se tratara de un familiar cualquiera, mientras José Guadalupe Posada la imaginó para siempre, en la forma extravagante y atractiva que Diego Rivera bautizó como Catrina en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947) y la hizo definitivamente parte de la vida. Está en nuestro lenguaje para marcar límites y hasta definir ambiciones, porque a cualquiera se le podrán perdonar muchas cosas, menos no morirse en la raya. La suerte más peligrosa de la charrería es el paso de la muerte, y en su acción y riesgo parecen ir todas las formas mitológicas con su propio Ángel mortal, con el abuelo griego thánatos aligerando la espada del último aliento.

Hablarle a la huesuda

La imagen o la noción de la muerte es una constante y poderosa presencia literaria, pictórica y fotográfica (hay una vertiente importantísima de retratar a los muertos). Probablemente es en la poesía donde tiene sus mayores ecos, con interpretaciones místicas y hasta tumbos frenéticos. José Emilio Pacheco supo en qué lugar quedaría todo: en una Caverna…

Aquí sabemos a qué sabe la muerte. / Aquí sabemos lo que sabe la muerte, / la piedra le dio vida a esta muerte. / La piedra se hizo lava de muerte. / Todo está muerto. En esta cueva ni siquiera vive la muerte.

La imagen fría

Para el cine, la muerte es otro protagonista, no sólo como pensamiento y fatalidad que vemos en las espléndidas fábulas El cadáver de la novia (Tim Burton y Mike Johnson, 2005) o El libro de la vida (Jorge R. Gutiérrez, 2014), sino como personaje al que se le habla y define lo que ocurre. Está en Hellboy II (Guillermo del Toro, 2008) como Ángel de la Muerte; para recibir quejas e improperios en The Meaning of Life (Terry Gilliam, 1983); para aleccionar y desplazar trebejos en el tablero de ajedrez en El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957); entre decenas de actos escénicos y apariciones fugaces.

En la televisión mexicana fue también eje fantasmagórico y conductor narrativo en La hora marcada, 13 miedos (M13DOS) o Lo que la gente cuenta, pero en la filmografía nacional se ha adueñado de momentos clásicos, como en la personificación humilde y estoica de Enrique Lucero en Macario (Roberto Gavaldón, 1960), donde el protagonista (Ignacio López Tarso) entra en complejos túneles oníricos manipulando calaveras de titiritero, y será la mismísima flacucha ultraterrena la que le cumpla los sueños. La parca apadrinó a Jorge Negrete en cuerpo de Emma Roldán en El ahijado de la muerte (Norman Foster, 1945), tuvo fisonomía de infarto llamada Tasia en el cuerpo de Miroslava en La muerte enamorada (Ernesto Cortázar, 1951), amedrentando al mala suerte Rivas (Fernando Fernández), mientras el arrogante Martín Lucero (Andrés García) desdeña creencias pueblerinas en El jinete de la muerte (Federico Curiel, 1980), para terminar convertido en alma al servicio de la huesuda.

Los rituales que se le rinden pasan por Ulama: el juego de la vida y de la muerte (Roberto Roehin, 1986), y el sacrificio en el juego de pelota, o por desmesuras, como El signo de la muerte (Chano Urueta, 1938), donde se habla del Códice Xilitla y el signo de predestinación que habría de distinguir a las doncellas, cuyo sacrificio logrará la resurrección de la raza subyugada por los hombres blancos, mientras Cantinflas y Medel pasan las maduras entre sacrificios y reliquias museográficas. En El escapulario (Servando González, 1968) hay extensión mortal gracias a un amuleto religioso.

En vano amenazas, muerte, / cerrar la boca a mi herida / y poner fin a mi vida / con una palabra inerte. / ¡Qué puedo pensar al verte, /si en mi angustia verdadera / tuve que violar la espera; / si en vista de tu tardanza / para llenar mi esperanza / no hay hora en que yo no muera!

Xavier Villaurrutia. Décima muerte.

Configurar a la muerte

En el cuadro Muerte y vida (1915), Gustav Klimt dividió la pintura en dos: en el lado izquierdo, el ente cadavérico con tonos azules y aguamarinas, con bloques negros llenos de cruces, con las manos sosteniendo un garrote (único tono cálido en su composición mortuoria) listo para ser asestado sobre alguna de las figuras coloridas que habitan el lado derecho, en abrazos, fatiga y remanso colorido, seguramente ignorantes de su destino inmediato. Ninguno se amenaza particularmente, porque la víctima, el del destino acabado, puede ser cualquiera. Así es ella. Implacable. Es lo de aquí, no lo de mañana, quizá por eso sabe la muerte a tierra, como escribió José Gorostiza.

La adoración

Coatlicue concentra y prodiga porque es diosa de la tierra, patrona de la vida y la muerte, de manera que lo es todo; el toque ígneo del porvenir, la sombra que despide el carnal. Mientras Mictlantecutli era un dios poderoso que concentraba los ríos subterráneos y exigía sacrificios. Tenía la imagen poderosa de un cráneo descarnado como rostro enérgico, y con él los perros del inframundo. Esos xolotls que Homero Aridjis noveló como Los perros del fin del mundo (Alfaguara, 2012) en un territorio de todas las épocas, mitologías, horrores modernos y mundos encontrados, donde puede reconfigurarse su leyenda: “(…) Con la ayuda de un xolo uno puede atravesar la red de túneles, desiertos y montañas de los ocho pasos. Pero sólo los perros bermejos tienen capacidad para atravesar el espíritu del amo por el río de la muerte; sólo ellos pueden deporsitarlo en el noveno infierno del drenaje profundo, el Mictlán”. El mismo Aridjis escribió La Santa Muerte (Alfaguara, 2004), donde destaca el fervor que le profesan desde el crimen organizado en altares que la consagran: La Santa Muerte era un esqueleto envuelto en ropajes blancos, rojos y negros, representando sus tres atributos: el poder violento, la agresión artera y el asesinato cruel. Si para unos hay petición de protección en el cruce mortal hasta llegar a su encuentro, para sicarios y alevosos varios, los rezos son súplicas de venganza: Llévatelos a la casa oscura donde tiritan de frío los muertos. Su hija Eva hizo el documental La Santa Muerte (2007), que profundiza en una devoción y culto que hoy tiene sede abierta en Tultitlán, donde hay veneración y macroescultura que exalta el incalculado santuario de sus fieles.

El cruce de La Parca

Finalmente, la muerte es una presencia y una negación. Es lo que pasará tarde que temprano; es lo que alejamos con la fe, la disciplina, el ejercicio, la alimentación, las buenas costumbres, la cerrazón a la maledicencia, al peligro… todo es inútil. Por eso la muerte es la máxima aleccionadora para ser y estar: Vive como si fueras a morir mañana. Es la seducción final, la despedida intempestiva, aunque sea esperada. Jaime Sabines dijo que no sabemos qué hacer con ella de buena manera, y deploraba con maestría nuestra mala acción cuando llega: “¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la Tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.

Yo siempre estoy esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras? ¡Qué costumbre tan salvaje!”

En Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, la gente padece por otra maldición probable: no morirse nunca. Negada y evitada, la muerte se siente necesaria cuando se ausenta y la gente acumula el tiempo sin abandonar el mundo. Para Octavio Paz ( El laberinto de la soledad): “(…) Hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra vida la que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata”.