in haber llegado a la mitad de la pandemia, la oposición al gobierno se aferra y proyecta posiciones irreductibles. Levanta la voz contra la que juzga una soberana intransigencia por parte del Presidente. La suya, en cambio y sin reconocerlo, se adentra por senderos cada vez más distantes de lo razonable y la mínima cordura. Los llamados para que se oiga a la oposición no se hacen con prudencia o centrados en puntos precisos a partir de los cuales zanjar acuerdos. Muy al contrario, se reprueba de manera categórica y sin salvedades cualquier acuerdo o medida gubernamental que se vaya adoptando en el curso de los acontecimientos. Las distancias de posturas, por tanto, se agrandan hasta volverse insalvables. Poco importa que, en estos tensos y hasta desconcertantes momentos, las treguas, de variada índole y clase, debieran prevalecer. Nada de ello ocurre. Sólo se lanzan furiosos ataques muy parecidos a berrinches y se esquivan los pequeños intentos de conciliación.
La simple mención, en detalle, que hizo el Presidente sobre la conducta y el valor de crítica de ciertos comunicadores ha servido para ondear, a toda vela, los amenazantes peligros contra la recitada libertad de expresión. Poco importa que, en verdad, nada se ha hecho contra tal derecho humano básico. Por el contrario, se sigue respetando, hasta el detalle nimio posible, el contenido y el mismo tono beligerante y terminal del discurso opositor. Este discurso ha tomado, ciertamente, una brecha digna de intenso y detallado análisis, tanto por los intereses que portan en el estribo, como por las aires de ánimos políticos y enconos personales. Se pretende ahora adelantar rutas económicas diversas a la oficializada desde Palacio Nacional. Tal y como fueron difundidas, desde el inicio de la cuarentena, los interminables cuestionamientos a la estrategia de salud oficial. Lo cierto es que las recomendaciones de cambio sugeridas (exigidas) siempre tratan de retomar el sendero que conduce a concentrar el ingreso, ya sufrido en otras ocasiones emergentes.
La recurrencia a emplear la capacidad del fisco para atemperar el castigo sobre empresas, por el parón decretado, ha sido constante. Muy a sabiendas de que, hasta en el corto plazo, este remedio conlleva desgaste y sustantivo costo. Lo mismo pasa con la insistencia sobre recurrir a la deuda soberana para afianzar un programa de rescate, calificado como deseablemente masivo. Una vuelta sin escrúpulos a comprometer el futuro ciudadano: un ejemplo negativo es el endeudamiento de Jalisco, que se recargará en varias generaciones. En estos desplantes domina la perentoria ambición de quien se asume como un valentón gobernante.
Siempre entonando el credo neoliberal, la crítica acentúa, como hecho irrebatible, la alienación de la inversión privada como la causa del estancamiento anterior y la tragedia venidera. El consternado señor Luis Rubio ( Reforma, domingo 26) insiste en su ritornelo monotemático: la ausencia gubernamental de estrategia de desarrollo. Y vuelve, sobre trigo ya levantado, a pronosticar, impertérrito, la tormenta perfecta que sobrevendrá. A ello le adjunta, sin bases, el riesgo en el suministro de energéticos. Esto en violenta oposición al programa presidencial de aumentar –como está sucediendo– la producción de crudo y derivados al tiempo que se sostienen precios de la energía por debajo de la inflación. Las inversiones en ejecución de CFE y en Pemex (Dos Bocas incluida) son, para este tipo de comentaristas y, sin bases de sostén, contraproducentes. O, también achacar al gasto gubernamental el conocido calificativo de improductivo; es decir, los programas sociales predilectos del poder con sus efectos nocivos en el crecimiento. Un grotesco desvío de recursos que, según este tipo de personajes, deberían estacionarse mejor en la buchaca de los poderosos que son, lo aseguran con acento grave, los generadores de riqueza.
El gobierno de la República ha puesto varios programas en juego. Uno desde el Ejecutivo que de inmediato se desvalora y ningunea, simplemente porque así lo dictan sus cortos alcances. Se olvida que es el meollo del mandato popular de dirigirse a los relegados de siempre. Otro desde el Banco de México que ampara, al menos de palabra, el apoyo de pequeñas y medianas empresas. Este flujo de liquidez al sistema bancario es masivo, 750 mil millones de pesos. Se pondrá así en suerte a la banca nacional que tendrá que canalizar, con responsabilidad y eficiencia, esta enorme suma de recursos. Y deberá hacerlo sin desviaciones hacia la especulación o para endeudar, aún más, a la clase media con intereses leoninos de tarjetas o de préstamos personales. Los riesgos inherentes a estos créditos tendrán que ser asumidos por la banca, con auxilio de sus apoyos publicitarios y de investigación. Aunque ya andan en busca de protecciones adicionales: garantías de la banca de desarrollo.