Reúnen unas 200 obras de ambos artistas // Cultivaron la escultura como metáfora de la humanidad
y Fondation Giacometti, París © Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
Miércoles 5 de febrero de 2020, p. 5
Madrid. Auguste Rodin y Alberto Giacome-tti son los escultores de lo esencial, pues lograron plasmar en sus obras los grandes temas de los siglos XIX y XX: la fragilidad humana, la barbarie de la guerra, la angustia, el dolor, la inquietud, el miedo, la ira y el caminar del hombre por un sendero lleno de precipicios y manantiales.
No obstante que una generación los separa y que nunca se conocieron, sus creaciones son vasos comunicantes de una modernidad que centró sus reflexiones en la complejidad de la existencia humana.
Para ahondar en ese diálogo suspendido en el tiempo, la Fundación Mapfre presentó en Madrid la exposición Rodin-Giacometti, que se inaugurará mañana y reúne unas 200 obras, algunas de las más relevantes de ambos artistas.
Rodin nació en París en 1840 y murió en 1917. Giacometti nació en Suiza en 1901 y falleció en 1966. Según investigaciones historiográficas, el escultor suizo descubrió la obra de Rodin cuando era un niño y vivía penurias, hambre y miseria en la Europa de entreguerras. Sus padres le habían dado dinero para comprar pan y comida para sobrellevar el día en la escuela, pero él prefirió emplearlo en adquirir un ejemplar que miró en una librería: una pequeña antología de la obra de Rodin. Ahí conoció sus rostros inquietantes, sus cuerpos humanos inacabados, sus metáforas escultóricas que lo cimbraron, como El hombre que camina, que Giacometti emularía años después para intentar explicar o purgar la barbarie de la que fue testigo durante la Segunda Guerra Mundial.
Por eso y muchas otras cuestiones estéticas, conceptuales y artísticas la exposición Rodin-Giacometti tiene múltiples aristas. Los paralelismos de sus vidas, de sus lenguajes, de su infatigable voluntad de cuestionar todo, en particular, los dogmas de las vanguardias o movimientos artísticos de los que fueron testigos, partícipes o detractores.
Esculturas desplazadas de sus espacios naturales
La exposición montada en Madrid logra algo poco habitual: sacar de sus espacios naturales –el Museo Rodin, de París, y el de la Fundación Giacometti, en Suiza– algunas de las esculturas más representativas de ambos, como El hombre que camina, del francés y del suizo, entre las que se entabla una comunicación inmediata y cercana. O la impresionante obra de Rodin Monumento a los burgueses de Calais.
Hugo Daniel, historiador del arte que ayudó en la selección de las obras expuestas, explicó que ‘‘Rodin es uno de los primeros escultores considerado moderno por su capacidad para reflejar –primero, mediante la expresividad del rostro y el gesto; con el paso de los años, centrándose en lo esencial– nociones universales como angustia, dolor, inquietud, miedo o ira. Y este es un rasgo determinante en la creación de Giacometti: sus obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esas figuras alargadas y frágiles, inmóviles, a las que Jean Genet denominaba ‘los guardianes de los muertos’, expresan, despojándose de lo accesorio, toda la complejidad de la existencia humana”.
Rodin fue el maestro indiscutible del siglo XIX; prácticamente ningún escultor moderno había podido medirse con él. Sin embargo, durante la época de las vanguardias muchos artistas se alejaron de su senda para inventar un lenguaje más moderno y libre, apartado del suyo, que consideraban tradicional. Giacometti, a pesar de admirar a Rodin desde temprana edad –como demuestran los numerosos dibujos copiando sus obras que hizo en los libros sobre Rodin que conservó toda su vida–, renegó durante un tiempo del maestro francés y dirigió su mirada a nuevos escultores, como Ossip Zadkine, Jacques Lipchitz y Henri Laurens. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, que lo sumió en una profunda reflexión y pesar, rencontró a Rodin y su lenguaje que le sirvió de faro para expresar ese trance amargo.
La exposición se divide en nueve secciones que son a su vez conjuntos temáticos. El primero es la escultura de grupos de personas, como las piezas de tres, cuatro, cinco e incluso más personajes de tamaño real o a escala. Después se profundiza en el interés de ambos artistas en el uso creativo del accidente, en el que destaca otra de las grandes piezas de Rodin, Hombre de la nariz rota, que Giacometti emuló con sus series que tituló Cabeza de hombre.
En la muestra también se observa la relación de ambos con el arte antiguo y en las series como proceso de repetición de un mismo motivo. Se trataba de un modo de penetrar más en el estudio del modelo representado y en su sicología; por otro, la repetición les permite ir transformando la obra, que parecen resistirse a dar por finalizada. ‘‘En ese proceso se transforma el significado de la obra final que, partiendo de la anécdota, suele acabar respondiendo a aspectos universales de la existencia”, explicó Catherine Chevillot, una de las curadoras.
Pero sin duda uno de los aspectos torales de la exposición es el que alude a El hombre que camina, ‘‘comparado con el de Rodin, El hombre que camina de Giacometti parece desgastado y frágil, si bien el del maestro francés muestra una gran expresividad y con ello todo el sentimiento de la fragilidad humana.
Pero, más allá de las diferencias, ambos autores abordan con este motivo uno de los aspectos esenciales de la escultura: ¿cómo mantener en pie la materia? y ¿cómo erigirla?, cuestiones que confluyen en una reflexión sobre el ser humano y su capacidad, tanto literal como metafórica, para no caer. En este tenor la escultura se convierte en metáfora de la humanidad. Y si El hombre que camina, de Giacometti, es aquel que aparece triunfante y se mantiene en pie frente a la vida, El hombre que se tambalea es metáfora de la precariedad de la existencia humana”, explicó la otra curadora, Catherine Grenier.
La muestra Rodin-Giacometti concluirá el 10 de mayo.