a rebelión civil de Chile que hoy mantiene en entredicho al gobierno de Sebastián Piñera ha generalizado una antigua demanda sostenida por amplias franjas de la izquierda: la abolición de la constitución promulgada en 1980 por la Junta Militar, concebida en gran parte por Jaime Guzmán, uno de los artífices intelectuales de la dictadura. En 2015, la presidenta Michelle Bachelet, al inicio de su mandato, decidió emprender un proceso que diera a Chile un nuevo orden constitucional. Nunca logró reunir los consensos para realizar esa reforma, y menos el apoyo de una oligarquía política y económica que, en nombre de esa constitución, hizo de la ominosa memoria de Augusto Pinochet el ícono originario del supuesto milagro chileno
. Digo supuesto, porque hoy es evidente que bajo la fachada de las cifras del crecimiento económico se ocultó un régimen no sólo de extremas desigualdades, sino de desvalimiento de las formas de vida básicas de la sociedad chilena.
En un país como Chile, donde toda acción política busca invariablemente su forma legal –el legalismo
chileno ha dado pie a varios estudios clásicos sobre la historia del derecho–, donde un dictador como Pinochet sólo se sintió a sus anchas hasta que no contó con su propia ley máxima, hablar de abolir la constitución es hablar de una crisis general. Una crisis no sólo del Estado, sino de las tristísimas formas de vida que engendró el sistema posdictadura. Se requirió de una rebelión de centenares de miles, de una osada rebelión (hay decenas de muertos, miles de detenidos, un centenar de manifestantes que perdieron un ojo por las balas de perdigón de los Carabineros...), para dar el primer paso en el camino de los desagravios que Chile requiere para recobrar su integridad. Sobre todo, la rescritura de su pasado, la liberación de la grieta que significó el fardo de Pinochet en su memoria. Y como lo presagió alguna vez Salvador Allende, la historia de Chile se rescribe hoy en sus anchas avenidas
.
Antes que nada, como lo afirma Manuel A. Garretón, Chile nunca transitó hacia una auténtica reforma democrática. Una reforma inconcebible en el contexto de esa constitución. Lo que se vivió en estas tres décadas, para formularlo en una sola categoría, fue una época de posdictadura: un sistema de contenciones y retenciones que hicieron de los poderes económicos y políticos fraguados en la década de los años 80 entidades invulnerables, regidos y legitimados por la doxa del monetarismo.
Hoy, en las calles y las escuelas, en el parlamento y en los barrios, en los hogares y las oficinas, se discute todo: el régimen educativo, el abandono de la salud pública, el hecho de que cada chileno debe endosar mensualmente 35 por ciento de su ingreso a su tarjeta de crédito, la virulencia de la respuesta de los Carabineros (una institución incomprensiblemente legítima), la ostentación de un empresariado grotesco (a la respuesta masiva contra el aumento en las tarifas del Metro, el ministro de Economía respondió: ¡si quieren pagar menos, que se levanten más temprano!; cualquier símil con la respuesta de María Antonieta cuando le informaron que los campesinos no tenían pan, –Que coman brioche
, manifestó–, no es fortuita.) Pero ahí donde se discute todo, y la clase política no logra decir nada, ni siquiera logra formular las preguntas, de lo que se habla es del fracaso de un orden social entero.
¿En qué consistió ese fracaso?
Las cifras del crecimiento son el fetiche por excelencia de la teología política contemporánea –cumplen una función similar al concepto de progreso en el siglo XIX. Pueden incluso engañar a los propios políticos. El dilema del orden monetarista se encuentra más en la esfera del bios que en la economía: hace de la vida un constante umbral de la vida fallida o dañada. En todas las escalas de la sociedad: padres desesperados por no poder pagar la educación de los hijos, seres queridos que mueren por falta de dinero para pagar hospital o medicamentos, gente desechable si no tienen un precio en el mercado laboral, cual sea la profesión. Un orden desprovisto de toda capacidad para fraguar la esfera de lo político y que sólo conoce la frontera entre lo criminal y lo inocuo como sistema de legitimación. No es casual que lo único que prospera en Chile con fuerza y energía propias y por doquier sea el crimen organizado. Finalmente se trata también de empresarios, aunque su negocio sea la vida misma.
La sociedad chilena abrió las compuertas por la pregunta de otro orden social. No como una preocupación intelectual, sino como una urgencia para darse otro tejido social. Quien quiera ver en esta revuelta tan sólo un simple malestar, se equivoca. Se trata de una auténtica transgresión en búsqueda de algo distinto. Habrá que leer sus preguntas con el mismo detalle y originalidad que propone la dimensión de su radicalidad.