on Miguel de Cervantes Saavedra, entre otras cosas, representa el paso del traumatismo del descubrimiento de América y la Conquista de México a las letras. Sintetizados en el inmortal Don Quijote de la Mancha, defensa de los marginados de esa época y de todas las épocas. Más que un libro, herida abierta a los tiempos, invitación a renacer, un eterno sueño.
El personaje de Don Quijote que encarna la ausencia de pasión de la carne como agente de transparencia entre Dios y el hombre. Las entrañas del hombre no claman ni reclaman; su inexistencia deja todo al ser y al no ser, al pensar y al pensamiento. No sueña este ser con encarnarse. El misterio cristiano de la Encarnación no le roza apenas, ni el de la pasión ni del dolor divino a lo humano. No acepta ni pide la humanización de Dios.
Tampoco pide tiempo, no reclama existir; sin embargo, escapa, logra escapar a la súplica y la ofrenda para ir en busca del solitario olivo, de la hospitalidad de la venta y la mujer: blanca hospedería, verde olivo, y aunque imposible, vuelve los ojos a la mujer, fantasía de gacela en celo. Y así nos dice Machado:
‘‘Todo amor es fantasía;
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás.”
El amor se devela como caudal en un río, pero en esencia sin que aparezca un objeto concreto en su ribera. La mujer captada en su esencia por Machado (Abel Martín) es el anverso del ser. Aquella que siempre ha estado esperando –virgen–, esquiva, blanca sombra, sombra de amor, fantasía inasible, melancólica inspiración, compás de espera, maternal susurro, indescifrable escritura, desdoblado anhelo. Historia de ausencia, de búsqueda eterna, de deseo sin encuentro.
El amor para el poeta, así como en el Quijote y en la concepción freudiana, es una eterna búsqueda sin posibilidad de encuentro. Sin embargo, el amor como el arte, la poesía y el sicoanálisis conlleva su propio tiempo, tiempo que trasciende a todo tiempo, tiempo salido de sus goznes. En el acecho, en la espera, en el crearse y en el renacer, el amor hiere como la tempestad y el rayo. De las sombras y sus laberintos emerge para herir con su deslumbrante haz de luz. Herida que fluye fuera del tiempo y de la razón, pero que apunta en su blanco al centro del ser.