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La confianza del Oso
P

rimero: Supongo que no me creía, así que interrumpimos la sesión y lo llevé a ver lo que había sido la casa de mi infancia, mi juventud y las primeras décadas de mi madurez. A mi lado en el coche, no comentaba nada. Internamente me reía, mientras suponía que él se preguntaba cómo había tenido la suficiente confianza en mí como para aceptar que yo condujera, por más que el trayecto de su San Ángel y mi Chimalistac fuera corto. Apenas si cabía, aun con el asiento echado lo más hacia atrás que el mecanismo permitía. Sus piernas encogidas, eso sí, y la coronilla de su cabeza, medio calva, gris y rizado el poco pelo, casi rozando el techo. No se abrazaba, pero sí se cuidaba de que su brazo izquierdo no se juntara con el derecho mío y me estorbara al cambiar las velocidades.

¡Ay, Oso! ¡Qué mañana memorable me hiciste pasar! Te mostré la Ermita del Secreto, pero no quisiste que siguiéramos la tradición colonial de colocarnos en rincones opuestos, cada uno en su esquina, para que yo me confesara y tú me absolvieras. A una cuadra estaba el cerco familiar en el que nací, crecí y maduré. Abrí una de las puertas, con acceso a una de las cinco casas que componían el coto en la hectárea, entre jardines, caminos, patios y puentes. Llevabas contra el pecho tu cámara, y de tu hombro colgaba una mochila con lentes diferentes. Para entonces, ya te habías aficionado a la fotografía, y ya pasabas los fines de semana entre excursiones planeadas por la escuela en la que te inscribiste. Y ocupabas la excursión en tomar fotos, sin parar. De mi casa sin embargo no tomaste una sola, ni siquiera para contar con la prueba de que mis relatos hablaban de la realidad. Mamá descansaba debajo del naranjo, en la parte del jardín más cercano a Paseo del Río y sus puentes de piedra del siglo XVI. Mamá dormitaba, a sus 90 años, en su silla de ruedas. Te la presento, te propuse. Pero tampoco te animaste a saludarla, a estrecharle la mano y deducir por su trato, por su sonrisa, tu propia impresión de la figura que tu corriente de pensamiento tiene como fundamental en la vida de todos, tanto de los sanos como de los enfermos, emocionalmente hablando. Es decir, de ti, de mí, de todos, absolutamente de todos.

Al poco tiempo, una mañana de marzo hace tres años quisiste fotografiar una jacaranda en flor temprana. Enfocaste la imagen desde la ventana de tu solitaria casa, a tres pisos del patio de entrada, y te caíste, y te mataste, unas horas antes de lo que en mejores circunstancias habría sido mi sesión. Unas horas antes de lo que, con otra perspectiva, de hecho habría sido mi última sesión, precisamente en momentos en los que en nuestro añoso diálogo todo estaba al fin dispuesto para que nos despidiéramos, en orden, en una acordada y aprobada conclusión de tratamiento, y no, para nada, ante semejante final.

Segundo: Estas líneas terminaban aquí. Y habrían quedado guardadas entre las tapas de mi cuaderno de trabajo de hace exactamente un año menos un mes, de no haber sido, tanto porque anoche te soñé por primera vez desde que te mataste y, de igual modo misterioso, porque, al querer olvidar en un cajón el cuaderno de trabajo del que hablo, literalmente se abrió precisamente en las páginas con este registro escrito con pluma, en tinta negra.

En el sueño, tú y yo estábamos en el rincón de un cuarto oscuro, tu espalda contra la pared, yo enfrente de ti, muy cerca. Me hablabas con naturalidad, aunque no recuerdo de qué. De pronto, yo pegaba mi cara contra tu pecho, eras tan alto que mi acercamiento nunca habría podido ser de pecho contra pecho, y te murmuraba: ¡Ay, de mí! Te necesito. Tú levantabas los brazos, para no abrazarme, las palmas de tus manos grandes a la vista, en un gesto parecido al que hace la autoridad armada cuando te enfrenta y te ordena: Manos arriba, y me seguías hablando, con los brazos en alto, con toda naturalidad, de lo que fuera que me hubieras estado hablando, pero de lo que no recuerdo una sola palabra.