n 1973 fui a Caracas a un curso sobre democracia participativa al Instituto de Formación Demócrata Cristiana; en la finca donde nos hospedábamos y tomábamos las clases, los muchachos que venían de Ecuador, Colombia, Costa Rica, de otros países latinoamericanos, incluido un argentino militante de un partido Radical Intransigente
, entonaban una canción revolucionaria alusiva al 2 de octubre mexicano. Hay una estrofa que no he olvidado: Para poder celebrar - las famosas Olimpiadas - mandó matar el gobierno - cuatrocientos camaradas
. Militaba yo en el PAN entonces, pero siempre estuve, como la mayoría de los panistas de ese tiempo, del lado de los estudiantes y no del gobierno, ni del PRI y menos de Díaz Ordaz.
Ese día a las 7 de la noche, en el Comité del PAN en Portales, teníamos una reunión que presidía un antiguo heroico militante de ese partido, era yo entonces secretario de estudios
del XVI distrito; la casona ubicada en la calle Presidentes era de Ricardo Cozatl, quien la prestaba con muebles y todavía nos obsequiaba ricas tazas de café negro.
Tres señoras habían ido al mitin de Tlatelolco y como no eran estudiantes pudieron evadirse del cerco de bayonetas del Ejército; llegaron asustadas, alarmadas e indignadas a contarnos lo que habían podido ver y escuchar. No eran las únicas simpatizantes de los estudiantes: unos muchachos de Acción Católica, de la Parroquia de Cristo Rey, usaban el rudimentario mimeógrafo del comité para imprimir volantes a favor del movimiento y participaban en las marchas.
Uno poco antes, el presidente del PAN, Manuel González Hinojosa, sobre el tema había dicho que Gustavo Díaz Ordaz era en México el mejor informado y también agregó que era el que menos entendía lo que pasaba. Cuando el Ejército tomó CU fue el maestro de filosofía del derecho, diputado Rafael Preciado Hernández, quien con más vigor condenó el atropello y defendió a su alma mater, la UNAM.
Años después tuve oportunidad, por distintas circunstancias, de escuchar el testimonio de dos personas que vivieron de cerca la terrible noche de Tlatelolco. Un joven policía al que conocí con motivo del cumplimiento de una orden judicial, me relató que estuvo la tarde del 2 de octubre en la plaza, con un pañuelo blanco en la mano izquierda y con la misión de su grupo de la PGJ, al lado del Batallón Olimpia, de que una vez cerrado el cerco por el Ejército, ellos, los del guante blanco o pañuelo blanco, deberían detener a todo aquel que fuera o pareciera líder estudiantil o dirigente del movimiento, misión incumplida por haberse desatado la balacera en la que los soldados disparaban a discreción, lo que le obligó a tirarse al suelo entre otros jóvenes de su edad para salvarse, aunque tuvo que abandonar pistola y pañuelo blanco.
Otro testimonio que escuché en la librería El Juglar, junto con interesados en el tema, entre los que estaba Carlos Monsiváis, fue el de un servidor público de la Secretaría de Relaciones Exteriores que nos aseguró que las bengalas que fueron la señal para que los soldados tomarán la plaza se dispararon no del helicóptero que sobrevolaba el conjunto habitacional, sino de un piso alto del edificio donde estaba su oficina, de la que lo sacaron para instalar ahí al Estado Mayor, integrado por oficiales de alta graduación que operaban desde ahí el ataque que tenía lugar en la plaza.
Han pasado 51 años. El cambio por el que tanto se ha luchado está en marcha y el pasado 2 de octubre vimos cómo se recordó el drama e increpó al gobierno asesino con una marcha emocionada, participativa y, salvo excepciones, pacífica.
Fue muy oportuna y atinada la decisión del gobierno capitalino de encomendar el orden a una valla de paz, formada por ciudadanos y a un grupo de policías para aislar a los imprescindibles provocadores, con escudos y cascos para protegerse, pero sin garrotes o toletes para agredir.