l tema de la relación entre novela y política difícilmente se agota en América Latina. En la recién pasada Feria Internacional del Libro en Lima, me tocó subir dos veces al escenario para unas conversaciones literarias donde el contenido terminó siendo el mismo, o parecido: tanto en Los paraísos narrativos, con Mario Vargas Llosa, bajo la mediación de Patricia del Río; como en ¿Existe la novela política?, con J. J. Armas Marcelo, moderada por Clara Elvira Ospina.
Mi primera reflexión, en base a aquel doble ejercicio, es que desde muy temprano del siglo XIX aprendimos a ver la historia como epopeya; y a partir de entonces comenzó a ser tarea difícil fijar la distancia entre historia y literatura, bajo el fragor y los relámpagos de la epopeya, hasta que esa delgada línea de separación entre realidad y ficción quedó desvanecida.
Los libertadores arrastraron imaginación e historia en las patas de los caballos. Lo inconmensurable, lo exagerado, es la medida que siempre busca la imaginación para crear el asombro: en una trivia ideada por la BBC de Londres, se declara a Bolívar el americano más importante del siglo XIX:
Cabalgó 123 mil kilómetros, más de lo que navegaron Colón y Vasco de Gama sumados, 10 veces más que Aníbal, tres más que Napoleón, y el doble de Alejandro Magno. No vivió más que 47 años, pero fueron suficientes para pelear 472 batallas, viendo la derrota sólo seis veces; en 25 estuvo en riesgo de muerte, y liberó seis países.
Pero de las estadísticas gloriosas tenemos que pasar a las vidas humanas, los seres vistos en su individualidad, y así abrirnos paso hacia el territorio de la novela, donde el documento adquiere fulgores irisados, porque es ya el dominio de la imaginación; reconstruir vidas, y por tanto heroísmos, visiones, ambiciones, pasiones, celos, mezquindades. Traiciones.
La novela convierte a las personas en personajes. La singularidad se basa en lo extraordinario, no pocas veces en lo imposible, en todo aquello que resulta perturbador porque se sale del común. Capitanes desquiciados que buscan un absurdo, como Ponce de León la fuente de la eterna juventud, convencidos de que lo que otros han imaginado es la verdad, y pueden mover una flota entera tras una mentira.
Héroes obsedidos por una idea libertaria, como Bolívar, cabalgando sin tregua, decididos a romper el yugo, unir países que surgen a una vida nueva, y que ya al nacer son díscolos, ingobernables, y al final del camino sólo espera la decepción de haber arado en el mar, frase de personaje de novela como no hay otra.
Pero el individuo que busca, no se encuentra a sí mismo, y muere generalmente en derrota, lejos de aquello que buscaba. Muertos de gangrena por causa de una flecha envenenada, como Ponce de León, o en la soledad del ostracismo, rumiando la desventura del fracaso, como Bolívar.
Por eso mismo es que la historia se puede leer como una novela, o ser reconstruida como novela. La Florida del Inca, escrita por el Inca Garcilaso, es una novela, como lo es la verdadera relación de la Conquista, de Bernal Díaz del Castillo. Y sin esta visión de la historia como novela, no serían posibles El general en su laberinto, de García Márquez, ni La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa.
La galería de personajes es infinita. Pero si me dieran a escoger a uno de entre tantos, me quedo con Francisco de Miranda. Sus diarios son eso, una novela fascinante que se lee sin respiro. Es el más exuberante de entre todos los héroes de a caballo, el más apasionado y el más apasionante, guerrero, trotamundos, aventurero, seductor.
No hay escenario de su época donde no hubiera estado, como testigo o protagonista. Capitán del ejército español, espía de la corona inglesa, perseguido por la Inquisición por lector voraz, Mariscal de Campo en Francia bajo la revolución, consejero de Catalina la Grande en Rusia, luchador por la independencia sudamericana, entregado al final de su vida a las autoridades de la corona española, el propio Bolívar de por medio, y llevado prisionero a Cádiz donde murió en las mazmorras víctima de un derrame cerebral.
Novela política, novela histórica, no existen como tales, o si existen no se salvan como géneros literarios. Existen hechos extraordinarios, y protagonistas singulares, que la historia pone a disposición de la novela, la cual, en último caso se alimenta de la realidad para crear otra paralela. Pero esta otra es ya criatura de la imaginación, no de la relación rigurosa y fehaciente de los hechos, lo que a la postre viene a resultar siempre aburrido.
Y cuántas historias para ser contadas no nos ha dado ya este siglo de caudillos iluminados, reyes del narcotráfico que se solazan en el poder del dinero y de la muerte, y democracias hundidas bajo el peso de la corrupción. Un siglo sin héroes, bajo el fulgor luciferino de lo siniestro.
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