ugada maestra, la que hizo el pasado domingo el presidente del Perú, Martín Vizcarra. Luego de un año y medio de obstruccionismo ciego y obstinado a su gobierno por los fujimoristas, todavía mayoritarios en el Congreso unicameral (pero con mayoría simple, ya no absoluta), Vizcarra decidió desbloquear la perniciosa parálisis política con una acertada movida y propuso sorpresivamente una reforma constitucional para adelantar las elecciones generales a 2020, recortando de un año el mandato del Congreso y de su propia presidencia.
La propuesta, lanzada en el discurso del 28 de julio –día de la independencia nacional, un espacio frente al Congreso tradicionalmente dedicado a la autocelebración presidencial y a una lluvia de cifras exitosas–, ha provocado una reacción histérica entre los fujimoristas de Fuerza Popular y sus aliados del Apra, pero también muchos aplausos entre los otros diputados.
La crisis institucional
, como se llama púdicamente al exasperante acoso de los fujimoristas al gobierno, no ha empezado hoy, tiene más de tres años, desde junio de 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski triunfó en las elecciones presidenciales, dejando a una furibunda y vengativa Keiko Fujimori con el control del poder legislativo. Quedan imborrables en la memoria de los peruanos, en los días sucesivos a la divulgación de los resultados electorales, las apariciones televisivas de Keiko con sus sturmtruppen, 73 congresistas de Fuerza Popular (sobre un total de 130 curules), declarando que el Parlamento es el primer poder del Estado y que desde ahí gobernarían.
La realidad fue peor que las amenazas: en vez de gobernar los fujimoristas se dedicaron desde entonces a atacar al Ejecutivo, interpelando y bajando innecesariamente ministros –hasta a un gabinete entero– y buscando por cualquier medio la renuncia de Kuczynski. Su aporte legislativo ha sido entre nulo y nefasto: favorecimiento de intereses particulares y antipopulares, veto a una legislación que proteja a mujeres, homosexuales y sectores vulnerables, y el blindaje a funcionarios y magistrados corruptos y coludidos con la criminalidad.
Que el entero partido de Fuerza Popular sea una asociación criminosa no es una murmuración de sus oponentes, sino materia de investigaciones judiciales que mantienen a Keiko Fujimori tras las rejas desde hace 10 meses. El rechazo de la opinión pública hacia esta agrupación política no tiene nada de ideológico, sino que se basa en sus propias virtudes: narcotraficantes, estafadores, prófugos de la justicia, evasores fiscales, traficantes de influencias, etcétera.
El nivel mental –el adjetivo intelectual les queda grande– de la mayoría de los diputados de Fuerza Popular incluye la creencia de que los derechos humanos son un invento de los comunistas y la educación sexual en las escuelas es obra del demonio. Como botón de muestra, la afirmación de un congresista naranja –su color partidario– de que la lectura provoca el Alzheimer (¡y es un médico!) o la exhortación, hecha por un pastor aliado, a matar a las mujeres sorprendidas en encuentros homosexuales.
El único éxito
del que pueden ufanarse los fujimoristas, junto con los apristas residuales y unos aliados ocasionales, es la decapitación política de Kuczynski, un lobbista corrupto, pero no más que ellos, quienes cuentan con su red de hermanitos
entre jueces, criminales, abogados y empresarios. La renuncia de Kuczynski a la presidencia, realización de una venganza jurada, ha marcado paradójicamente el declive de Fuerza Popular: la expulsión del Congreso de Kenji Fujimori y sus íntimos, filmados por un incondicional de su hermana mientras trataban de comprar unos votos que salvaran el pellejo a Kuczynski a cambio de la liberación del ex dictador Alberto Fujimori.
La amnistía –anulada luego por ilegal– que costó la presidencia a Kuczynski y la conducta parlamentaria de Fuerza Popular en defensa explícita de la corrupción, empezaron a mermar al grupo congresal del partido: hoy, los iniciales 73 congresistas se han reducido a 53, envueltos en una creciente impopularidad. Aferrados a sus curules como a verdaderos salvavidas –la mayoría tiene cuentas abiertas con la justicia– han logrado sabotear una serie de reformas aprobadas por referendo el año pasado, pero bloqueadas o deformadas al pasar por el Congreso. Entre las bloqueadas, la que concierne a la inmunidad parlamentaria, que los fujimoristas quieren dejar intocada e intocable.
Por esto, la propuesta de reforma constitucional del presidente Vizcarra, que pretende recortar de un año el mandato parlamentario, pero también el presidencial, y somete al juicio del pueblo con un nuevo referendo la aprobación de la medida, corta un nudo gordiano, provoca gritos descompuestos entre los opositores y deja un tanto escépticos a los grandes medios, que titubean en opinar, pero, sobre todo, recoge y empodera el unánime reclamo popular : ¡Que se vayan todos!
* Periodista italiano