Opinión
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Dolor y gloria
L

os abrazos rotos. La vieja cantinela entre cinéfilos es bastante conocida, y se aplica lo mismo al cine de Woody Allen que al de Pedro Almodóvar, o al de algunos otros autores, en referencia a su creación más reciente: No es la mejor de sus películas, pero posiblemente sea la más personal. Y lo que sucede en realidad es que en muchos de los relatos de corte autobiográfico el riesgo continuo es que la obra refleje, involuntaria o deliberadamente, parte de la buena fortuna y de los descalabros e imperfecciones del propio sujeto que expone su intimidad al escrutinio público. Almodóvar nunca ha dejado de practicar este ejercicio narcisista, ya sea de manera jocosa o en ocasiones sesgada y pudorosa en algunas de sus obras anteriores.

Hay una distancia abismal entre el director emblemático de la movida madrileña que no vacilaba en figurar personalmente, en atuendo travesti, como miembro de una banda de rock cutre en Laberinto de pasiones (1982) y el director que insinuaba, a través de sus múltiples alter ego, masculinos o femeninos, el desgarramiento pasional de un amor no correspondido (La ley del deseo, 1987; Entre tinieblas, 1983) o la imposibilidad para el hijo pródigo de recuperar alguna vez el paraíso rural perdido (Volver, 2006). Algunas de esas evocaciones fílmicas y de esas transferencias vivenciales podían ser, como suele decirse, creaciones muy redondas (Todo sobre mi madre, 1999) o parecer un tanto desiguales (Kika, 1993). Lo cierto es que prácticamente todas procuraban alcanzar un tono de sinceridad en su descripción, entre humorística y melodramática, de la complejidad de las relaciones humanas tal como las había gozado o padecido el propio Almodóvar. Sucede ahora que en Dolor y gloria, su largometraje 22, el cineasta ofrece no sólo una obra de indiscutible madurez artística, sino también una confidencia personalísima de una enorme honestidad moral.

El cineasta casi retirado que es Salvador Mallo (Antonio Banderas, formidable), vive una existencia solitaria, distanciado de la mundanidad y desencantado ya de la vanidad del éxito. En la larga antesala de la vejez, los achaques físicos –algunos reales, otros inventados, todos lacerantes– han remplazado en parte las energías entusiastas y las arrogancias juveniles. Con una claridad cada vez más meridiana, se impone, a su juicio, un necesario ajuste de cuentas con un pasado afectivo en el que quedaron tantas cosas importantes a la deriva, tantos impulsos amorosos injustamente cercenados, y una relación con la madre –ese ojo del huracán en la vida pasional de Salvador–, donde también se frustraron las mayores complicidades sentimentales. Dolor y gloria representa, en una alegoría religiosa que el realizador no desmintiría, las diversas estaciones de un calvario muy íntimo en busca de una redención por lo demás azarosa. No sorprende así el nombre mismo del protagonista, ni tampoco el tema de la traición (ya sea profesional, por parte de Federico, un antiguo colaborador guionista, ya sea pasional, en el caso del ex amante Alberto), y mucho menos la figura muy poderosa de la madre anciana (Julieta Serrano) con la que Salvador intenta reanudar una comunicación perdida, también el abrazo de un perdón compartido y la ilusión de una comunión tardía. La manera en que Almodóvar dispone, a través de su alter ego Banderas, esa ceremonia de los rencuentros y los adioses con ese pasado suyo que le ha vuelto el presente casi intolerable, es a través de una larga catarsis que lo conduce a revivir su infancia y la inocencia de ese primer amor materno (estupenda Penélope Cruz), tan próximo a lo sagrado, y el perturbador y muy profano primer amor masculino que al niño Salvador le inspira, confusamente, un joven albañil analfabeto.

Poco importan los grados de veracidad o de ficción en el recuento autobiográfico. En ese ritual de la confidencia artística todo parece permitido. La adicción a la droga dura, omnipresente en la película, es algo que jamás padeció el director manchego; sus adicciones eran otras, todas de carácter sentimental, y sin duda habrán sido más demoledoras y extenuantes. La magnífica sobriedad del relato, alejada del humorismo provocador y socarrón del director de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), es algo novedoso y muy apreciado por una nueva generación de cinéfilos, y en ocasiones lamentado por nostálgicos cinéfilos de la vieja guardia transgresora. También se valora que el espléndido retratista de mujeres que fue siempre Almodóvar (como el clásico Cukor, o también Godard y Fassbinder), pueda ahora ofrecer caracterizaciones tan soberbias como las de Antonio Banderas, Asier Etxeandia o Leonardo Sbaraglia, emblemas de una rara vulnerabilidad sentimental masculina en la pantalla. Difícilmente se encontrará en el cine contemporáneo una encarnación tan vigorosa del dolor físico y la zozobra existencial como la que logra el personaje de Salvador Mallo. O los toques de pudor y precisión con que se evoca un despertar infantil a una futura marginalidad sexual. La persistencia aleccionadora del dolor y la vanidad escarmentada de una gloria transitoria, son un poco las manifestaciones de esa lucidez artística con la que un Almodóvar crepuscular renueva, con una energía inesperada, su viejo pacto con la mejor creación artística. Poco importa ya entonces, y a estas alturas, el veredicto de los enjuiciamientos de rutina.

Se exhibe tanto en la Cineteca Nacional como en salas comerciales.

Twitter: @CarlosBonfil1