esde la noche del martes, los 5 mil 900 soldados desplegados por Donald Trump en la frontera de Estados Unidos con México cuentan con autorización para hacer uso letal de la fuerza en contra de inmigrantes cuando consideren que éstos ponen en peligro a los agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés). La orden firmada por John Kelly, jefe de gabinete de la Casa Blanca, también autoriza a los militares a actuar en control de multitudes, detención temporal y cacheo superficial
. De manera adicional, el presidente republicano volvió a agitar la amenaza de un cierre fronterizo total, incluidos los intercambios comerciales, en caso de que pierdan control de la situación
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Si los despliegues de tropas en las regiones limítrofes entre estados es de suyo un gesto universalmente entendido como hostil, el ordenado por el magnate en la coyuntura creada por la confluencia de las elecciones intermedias en su país y la marcha de las caravanas de migrantes centroamericanos en búsqueda de asilo se revela, además, como del todo innecesario frente a la evidente indefensión de las personas que se encuentran del lado mexicano en espera de presentar una solicitud de asilo.
El menor adjetivo aplicable a la idea de oponer el ejército más poderoso del mundo a un grupo de gente desarmada y particularmente vulnerable es el de desorbitado, pero además la directriz resulta alarmante, porque establece en los hechos el asesinato como respuesta a la búsqueda de asilo y de una vida mejor. En efecto, el historial de la guardia fronteriza estadunidense está lleno de episodios en los que sus agentes dispararon contra migrantes que no suponían amenaza alguna y después fabricaron pretextos para lo que a todas luces se trató de ejecuciones extrajudiciales. Estos antecedentes, junto al hecho de que en la nación vecina la justicia está inclinada de antemano en favor de los agentes del orden, plantean una posibilidad muy seria de que algunos migrantes mueran a manos de elementos castrenses, sin más razón que la de encontrarse en el área fronteriza.
Este oneroso despliegue militar –su costo se calcula en 200 millones de dólares– debe entenderse como uno más de los gestos demagógicos que caracterizan el ejercicio gubernamental del magnate, interesado, ante todo, en la correlación de las fuerzas políticas al interior de su país, y en estos momentos ávido de mostrar músculo ante el retroceso experimentado por su partido en la Cámara de Representantes. Sin embargo, en esta ocasión el desplante no sólo amenaza con descarrilar las instituciones de su nación, sino que pone en riesgo vidas humanas de un modo absolutamente injustificable e inadmisible.
Si ninguna instancia judicial estadunidense impide la aplicación de esta orden, la autoproclamada mayor democracia del mundo habrá ido más lejos que cualquier otro país receptor de migrantes en la abierta violación a los derechos humanos. En tal escenario, los organismos internacionales deberán movilizarse sin dilación, no porque puedan frenar los actos de Donald Trump –pues la superpotencia que éste dirige ha rechazado de manera histórica someterse a la legalidad internacional–, sino por la importancia de una condena vigorosa capaz de apelar a la conciencia mundial.