e dónde debería partir el debate entre partidos y candidatos, opinadores y organizaciones de la sociedad civil, a que convoca la sucesión presidencial? En primer término del reconocimiento expreso, claro y comprometido de que en efecto nos hace falta debatir y que nuestros órganos colegiados representativos, el y los congresos, no nos han ofrecido ni los prolegómenos de tal encuentro.
Es decir, que nos adentramos a la gran decisión sobre los mandos del Estado en un contexto de representatividad deficitaria, de la cual han emanado las peores visiones ciudadanas sobre la perspectiva y el valor de la política plural, democrática. Lo que está en el centro de nuestras tribulaciones políticas, convertidas en desconfianza pasiva y activa en las instituciones y los organismos estatales encargados de plasmar en políticas dichas deliberaciones es la falta de ese centro o su flagrante debilidad que le impide sostener al resto de las ramas y tejidos que dan sentido a la vida pública, a la Res Pública.
Afrontar ese déficit es crucial y evitar que se busque usufructuarlo por parte de corrientes y personalidades autodesignadas como representantes de la ciudadanía o, de plano, como protectores
de una República hecha girones, es vital. Cómo hacerlo, por dónde transitar para evitar lo que sería un funesto colapso, es una de las preguntas clave de la hora.
¿Cómo plantearnos la cuestión de la representatividad teniendo frente a nosotros un sistema de partidos fragmentado, en gran medida debido a la previa división de dichos partidos? No parece fácil, ni siquiera proponerlo, pero es obligado asumirlo ya, al cuarto para las doce o las doce y cuarto, según el reloj de cada quien, porque de lo que de ello resulte dependerá el curso de la vida política que pueda gestarse después de la elección de julio.
Un esfuerzo político como el sugerido aquí, requiere ser inscrito en otro tal vez mayor y que tiene que ver con la mirada estratégica, más allá de julio y el relevo presidencial. Nos remite a preguntarnos dónde quedamos como nación después de tantos giros globalizadores y tan duras crisis como las que han marcado estos primeros lustros del nuevo milenio. Ubicados en el Hemisferio Occidental y asociados a una formidable máquina productiva, financiera, comercial, tenemos sin embargo que admitir que ese lugar, donde parecíamos estar más o menos seguros, ha sido puesto en entredicho por el socio mayor, cuyo presidente se nos presenta ahora como agresivo racista y enemigo de todo lo que huela a México. ¿Se puede, en estas condiciones, insistir en que lo que requerimos es paciencia y sensatez porque las cosas volverán pronto al equilibrio construido a partir de 1994? ¿No llegó el momento de abordar los temas duros y soslayados de una estructura productiva inconclusa, la precariedad financiera, la pobreza fiscal del Estado? Es en tema y problemas como estos donde se puede encontrar el cruce promisorio entre política y estrategia, para de ahí derivar el cuadrante de los acuerdos y coaliciones necesarios no tanto para ganar la elección sino para gobernar la sociedad y el Estado una vez resuelta la sucesión.
Nos guste o no, estamos, como prácticamente el resto del planeta, en medio de grandes transiciones a las que acompañan enormes turbulencias, tentaciones mil para querer resolver el enigma global con un golpe de espada, como si se tratara de un nudo gordiano más. Después de la gran recesión, que acabó siendo algo más grave que eso, el mundo no ha encontrado ningún sendero que lo lleve a nuevas plataformas de crecimiento económico y bienestar y equidad sociales. Sin rumbo y a tumbos se sigue adelante aunque Trump se encargue una y otra vez de recordarnos que antes de avanzar podemos retroceder o deslizarnos a los peores escenarios regresivos imaginables.
Un cambio de época como el que se nos anuncia, a partir de una desigualdad inicua como la que nos caracteriza y de una violencia tan cruel y desbordada como la que vivimos a diario, tiene que estar cargado de escenarios ominosos. De tormentas y episodios imprevistos y la mayor parte de ellos indeseables, por hostiles y dañinos.
Hacer de esta y otras adversidades la palanca para una renovación política inmediata y un cambio de rumbo y curso en la forma que el desarrollo adoptara a fin del siglo XX, es la gran tarea del momento. De acometerla, tal vez podríamos reconstruir otra gran promesa
: no la de ser potencia mundial allá por el siglo XXI, sino la de construir una patria habitable por segura y justa.
No es cuestión de salvamentos milagrosos o providenciales. Sí, de reconocer y reconocernos como una comunidad política que a pesar de todo puede volver a imaginarse como nación para desde ahí entrar y estar en el mundo extraño y rejego cuya evolución marcará todo lo que resta del siglo.