l enérgico recrudecimiento de la violencia en Chihuahua vuelve a recordar, de la peor manera posible, que los conflictos territoriales de las organizaciones del narcotráfico en distintos estados de la República pueden bajar de intensidad por periodos, pero en esencia siguen latentes.
La entidad ahora gobernada por Acción Nacional no es la que mayores índices registra en ese terreno (la superan por amplio margen Guerrero, Veracruz, Michoacán y Tamaulipas, entre otros), pero el número de ejecuciones alcanzado hace un par de días en algunas localidades chihuahuenses constituye un (mal) ejemplo de la magnitud que son capaces de alcanzar esos conflictos y de la rapidez con que pueden subir de tono.
Los hechos recientes muestran una vez más el carácter cíclico de la violencia del narcotráfico, que parece tener una dinámica propia y ajena a las medidas que las sucesivas administraciones de gobierno federal y estatal toman para combatirla. En tal sentido, hay épocas o fases en que las cifras de víctimas registran un descenso, que las autoridades de turno no dudan en atribuir a su gestión, pero que lamentablemente dan la impresión de obedecer más a correlaciones de fuerza, treguas o acuerdos entre los propios cárteles que a las políticas gubernamentales de control.
Por ejemplo, un estudio llevado a cabo por la Universidad de Ciudad Juárez e investigadores del Observatorio de Seguridad y Convivencia Ciudadana del mismo municipio daba cuenta, a principios de 2012, de que en los dos años anteriores la violencia había obligado a abandonar la localidad a 230 mil personas, más de la mitad de ellas para radicarse en la vecina ciudad texana de El Paso. Esa cifra representaba, por aquellas fechas, 18 por ciento de la totalidad de residentes juarenses, una alarmante sangría poblacional con los dañinos efectos colaterales que ello significaba (desarticulación del tejido social, fractura de las redes familiares, disminución de la actividad económica, abandono de viviendas y ocupación de éstas por delincuentes del orden común, entre los más notables).
Meses después, sin embargo, una mengua temporal de los hechos violentos dio pie a que el panista Alejandro Poiré y el priísta César Duarte (secretario de Gobernación y gobernador del estado, respectivamente) se ufanaran a coro de que los índices de violencia en Chihuahua estaban a la baja, según ellos como resultado de la colaboración establecida entre las fuerzas federales y las estatales para el combate al narcotráfico, que entre otras cosas habían redundado en la detención de un líder de La Línea ( cártel de Juárez) y otro de Gente Nueva ( cártel de Sinaloa). Pero para 2013 y 2014 la cifra de homicidios en la entidad era la segunda más elevada del país, la captura de los dos capos había cobrado un carácter de victoria efímera y los ajustes de cuentas entre los miembros de ambos grupos seguían a la orden del día.
Así, con breves lapsos de relativa calma y repentinos episodios violentos, las pugnas internas, los cambios de bando y las variables alianzas de las organizaciones criminales han venido determinando los ritmos de la violencia, especialmente en la región norte del país, lo que pone en evidencia, por si hiciera falta, que las estrategias para reducir y extirpar la dinámica de la barbarie que representa la narcoviolencia siguen sin dar resultados satisfactorios. Ni las anteriores ni las actuales, que en definitiva se diferencian poco de aquéllas.
La sangrienta jornada de antier en Chihuahua suma nuevas víctimas a una cifra a la que no podemos, no debemos acostumbrarnos, porque lo que se pierden no son números, sino vidas humanas, y también porque lo que amenaza con perderse es el país entero.