na película de amor para tiempos de odio. Según el diccionario Merriam Webster, la expresión La-La Land designa un eufórico estado mental de ensoñación alejado de las más duras realidades de la vida
. También es una manera de nombrar a la ciudad de Los Ángeles. La La Land, cinta más reciente de Damien Chazelle (Whiplash, 2014), es un emotivo tributo a un género fílmico casi olvidado: la comedia musical hollywoodense clásica, particularmente la de los años 40, su periodo más emblemático y brillante. Su historia, un guión del propio realizador, tiene tanta sustancia y trascendencia como las tramas románticas, de candor irredento, que desde la década de los años 30 servían de pretexto al frenesí musical y a la inventiva coreográfica de los maestros del género, desde Mervyn LeRoy, Busby Berkeley o Lloyd Bacon y sus emblemáticas Gold diggers, hasta Stanley Donen y Gene Kelly, creadores de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, 1952), en Cinemascope y en fastuoso technicolor.
¿Qué propone Damien Chazelle varias décadas después en La La Land? Adopta sin ambages el esquema narrativo muy elemental de una comedia romántica, con números musicales, al estilo de las estelarizadas por la pareja Fred Astaire y Ginger Rogers, para referir el encuentro amoroso de Mia (Emma Stone), mesera que aspira a triunfar en Hollywood como actriz y dramaturga, y Sebastian (Ryan Gosling), oscuro pianista que sueña con tener su propio club de jazz y rendir ahí tributo a ídolos musicales como Thelonius Monk. Las continuas frustraciones profesionales de la pareja conspiran contra su incipiente dicha ofreciéndoles como perspectiva un duro dilema entre la realización personal y la satisfacción sentimental compartida, un poco en el estilo del New York, New York, de Martin Scorsese (1977), aunque sin su afiladísima ironía.
Hay en La La Land fuertes cargas de desencanto, sueños derrumbados que se levantan de nuevo providencialmente, y un doble desenlace que confunde realidad y ficción, pero lo que interesa ante todo a Chazelle, desde la primera secuencia del filme, es toda la exuberancia escénica, el vértigo dancístico de la pareja, la mitologización de Los Ángeles como capital de los sueños y los tropiezos existenciales, y la pátina en colores primarios del almanaque muy vintage de un mundo desaparecido y entrañable. Ese La La Land suyo –Arcadia y espacio utópico– semeja así el reverso feliz de una realidad que actualmente se antoja desoladora. No es un azar que la comedia musical hollywoodense haya sido, durante los años 30, una respuesta de intenso optimismo a la gran depresión económica y a una época de paranoias políticas, proteccionismo y embate ultraderechista muy parecida a la que hoy vive Estados Unidos.
Damien Chazelle sabe que los jóvenes espectadores de este nuevo siglo desconocen casi todo de esa vieja comedia musical inaccesible para ellos en la pantalla grande y en su esplendor original. De algún modo, su película restituye para esa generación algo de aquel encanto perdido, sin pretender por supuesto que Ryan Gosling o Emma Stone busquen o puedan competir en virtudes de baile, y en arrobo amoroso, con la pareja Astaire y Rogers. Sería insensato siquiera suponerlo. El modelo declarado no es únicamente Hollywood, sino también las comedias de Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, 1964; Las señoritas de Rochefort, 1967), y la espléndida música de Michel Legrand, y todos los acentos de melancolía por un mundo mejor percibido ya un tanto a la deriva. Cabe tal vez ahora aventurar una hipótesis optimista. En esta patética era Trump de cinismo triunfante, ¿no podría ser el La La Land hollywoodense el espacio de una novedosa resistencia cultural y artística? La cinta de Chazelle, nominada a varios Óscares, bien podría ofrecer al respecto, durante la próxima ceremonia de premiación, una de las primeras respuestas.
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