La ceremonia se mudó del Campo Marte al Zócalo
Sábado 8 de octubre de 2016, p. 5
Esta vez no se hizo en la intimidad del Campo Marte, donde suelen efectuarse las ceremonias castrenses. Sería el contexto del asesinato de cinco soldados o la relevancia de medio siglo de vida del Plan DNIII-E, pero se eligió el Zócalo capitalino, el corazón político del país, para el homenaje a las fuerzas armadas, su reivindicación pública por su comandante supremo, el presidente Enrique Peña Nieto.
Desde temprano la Plaza de la Constitución había sido tomada por los militares con un despliegue de toda su capacidad técnica y humana para atender desastres: helicópteros, enormes trascavos, tráileres reconvertidos en hospitales quirúrgicos o en comedores masivos, camiones tipo bomberos y cualquier cantidad de material para ocuparlo cuando sea menester en una población golpeada por la naturaleza o por causas antropogénicas
.
La bandera a media asta complementa el cuadro para la ceremonia que torna en homenaje del poder civil para con sus fuerzas armadas, en estos tiempos aciagos por los que atraviesan los militares. No olvidan el acribillamiento de cinco compañeros de armas
en Badiraguato, Sinaloa, reconocida tierra del narco.
Centenares de efectivos escucharon la solemnidad del discurso presidencial, celebrado por los máximos jerarcas militares: los secretarios de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, y de Marina, Vidal Francisco Soberón.
La banda militar interpreta el Tres de diana, pieza que confiere máxima solemnidad. Está claro que es una ceremonia que va más allá de la conmemoración del papel de las fuerzas armadas en los desastres naturales, al punto que el clímax del acto es el minuto de silencio a los fallecidos en Sinaloa.
Más de una hora de ceremonia, a cuyo término se rompe la solemnidad y comienza lentamente la retirada, no sin antes de que la cocina comunitaria ofrezca una muestra de sus capacidades gastronómicas en medio de las desgracias. El cabo Jaime Sánchez explica –mientras sirve pollo a la barbacoa que recién cocinado– que tienen capacidad para montar la cocina en media hora y dos horas más para suministrar los primeros alimentos.
Los cuerpos que integran el Plan DNIII-E son de lo más diverso. A unos metros, un cabo por fin, tras dos horas comienza a desmbabrazarse del sofisticado traje diseñado para contingencias químicas, biológicas y aun nucleares. Un equipo importado, cuyo costo no baja de 250 mil pesos.
A su lado, el sargento José Domingo Gutiérrez explica que es el operador del robot Dedsco, especializado en desactivar explosivos a 300 metros de distancia desde una computadora.
En medio del revuelo por los preparativos para el despegue de los cinco helicópteros exhibidos, otro de los efectivos no se despega de Olivo, un pastor belga Malinois, entrenado para la detección de personas muertas o heridas, desplegado en caso de derrumbes o deslaves.
El teniente Aréchiga está adscrito al cuerpo de rescate, en su fase de avanzada, destinada a señalizar la zona para la segunda oleada dedicada a retirar muertos y heridos. Narra que su experiencia más difícil en 10 años ocurrió en Angangueo, Michoacán, donde su arribo no impidió decenas de muertes.
“Cuando pudimos llegar, los cadáveres ya estaban putrefactos y tuvimos que usar la mano de chango –trascavos– para retirarlos porque ya ni entre cuatro podíamos.”
Casi a las 3 de la tarde los helicópteros despegan y los vehículos comienzan la retirada. La operación ha concluido.