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La imagen contra
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Orlando Ortiz
¿Género en vías de extinción? (III Y ÚLTIMA)
Dejaré a un lado las cartas de Horacio Quiroga (dirigidas a escritores y a sus amigos), las de D.H. Lawrence (dirigidas a “personotas” como Bertrand Russell y Aldous Huxley), y las de Paul Celan (dirigidas a su esposa y a su amante, inclusive el intercambio epistolar entre la esposa y la amante). Me preguntarán si soy malinchista y por eso no incluí a ningún mexicano. Había varios en la lista, pero abordaré aquí, superficialmente, sólo a dos, cuyas cartas son bastante reveladoras de su personalidad.
A María Antonieta Rivas Mercado se le ubica, generalmente, como amante de Vasconcelos, mecenas de los Contemporáneos (Villaurrutia, Novo, Owen, etcétera), impulsora del cambio en el teatro mexicano y feminista a ultranza, que por alguna razón desconocida mostró un momento de flaqueza y se suicidó en París; inexplicablemente, reflexionarían las feministas. En efecto, fue una vasconcelista furibunda y anduvo con él durante su campaña a la Presidencia, corriendo verdaderos peligros. En pocas palabras, era una mujer “calzonuda” y de acción, pero también apasionada. Sus cartas al pintor Manuel Rodríguez Lozano reflejan esa cara de su vida poco o débilmente divulgada. Sin duda, y por desgracia, fue el gran amor de su vida. Luis Mario Schneider, en el estudio preliminar a las Obras completas de Antonieta Rivas Mercado, dice que, según John Skirius, Rodríguez Lozano era homosexual. Si lo fue, no lo hacía evidente, pues las cartas de esta mujer declarándole su amor y ofreciéndoselo abiertamente, son desgarradoras. Antonieta era inteligente, sensible, informada, combativa, una mujer de mundo, que alternaba con artistas e intelectuales mexicanos, franceses, estadunidenses... habría sido imposible que no se diera cuenta de las preferencias sexuales de su amado. No obstante le escribe: “Manuel: necesito su amor. ¿No es tiempo? ¿Ya es tarde? Hoy, como hace seis meses, pregunto. [...] Mi amor a usted es absoluto. ¿No hay para él lugar en su vida? Tengo tal necesidad de amor [...] Tómeme ya.”
Son ochenta y siete las cartas. La primera de ellas es muy formal y aborda cuestiones “profesionales”, es decir, ella le hace indicaciones para el decorado de una obra que se presentará en el teatro Ulises. las primeras trece misivas conservan cierta formalidad, aunque si se lee entre líneas se percibe cierto acoso, un muy discreto ofrecimiento que en la última línea de la catorce deja ver las orejas: “Sabe que se le quiere más de lo que es bueno.” En la treinta y siete, después de algunas reflexiones –que van de un erotismo místico a una carnalidad ascética– a propósito del amor, llega a la afirmación de que “El esposo es un hombre en quien la divinidad encarna, que merece recibir el amor de la esposa como prueba de una realidad otra, divina”, y pocas líneas más adelante leemos: “Usted es mi esposo. Con su gracia redimió mi alma. Sin usted qué negrura, qué desolación, la muerte del alma.”
En cuanto a su relación con Vasconcelos, le escribió a Lozano que “...llegó por mí con la docilidad y avidez de un niño que había perdido su único apoyo y consuelo. No es tiempo ya de detenernos a considerar si hice bien o mal al dar, sin usted saberlo, como quien da una limosna de pan, algo que usted tanto tiempo rechazó”.
Si las cartas son desgarradoras, el “epílogo” de su Diario es escalofriante, demoledor, pues ahí declara que se suicidará al día siguiente y que se lo dijo a Arturo Pani, cónsul de México en París, y él lo tomó como broma.
Me temo que será en otra ocasión cuando les platique de las cartas del otro mexicano, Melchor Ocampo, el jacobino, hereje, apóstata, socialista, ateo y culpable de que las Leyes de Reforma cuestionaran el poder de la Iglesia y la despojaran de sus bienes, según dijeron y siguen diciendo los sinarquistas y la ultraderecha.
Como ya se dijo, la costumbre de escribir cartas comenzó a verse afectada con el surgimiento del telégrafo, más todavía por la divulgación del uso del teléfono, pero la puntilla, me parece, se la dio la red. Ya nadie escribe cartas, o en el mejor de los casos, las cartas son correos electrónicos de los que no quedarán huellas, a menos que los receptores los impriman. Si dentro de algunos años alguien quisiera asomarse a la intimidad epistolar de algún autor o personaje público, será imposible; desde luego que si alguien piensa en dejar testimonio de su tránsito por este mundo, podrá recurrir al video, pero en éstos siempre existe la distorsión de la pose, el gesto gracioso o grotesco, lo cual elimina por completo la espontaneidad, la sinceridad que hemos estado viendo en las cartas que presenté hoy y en las anteriores columnas.
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