l objetivo de los partidos políticos es tomar el poder, y no sólo influir en él, como se lo proponen los grupos de presión. El objetivo de un partido de izquierda es el mismo, pero con el añadido de que aspira a transformar la sociedad desde el poder. Para lograr este añadido un partido de izquierda debe ganarse a la mayoría y, con ésta, hacer lo que pueda y sea necesario para transformar aquello que en su programa ha sido planteado.
A diferencia de los partidos de derecha, para los de izquierda el programa es muy importante, es lo único que puede sumarle fuerza consolidada más allá del carisma de uno o varios de sus líderes (o candidatos). En realidad la política debería fundarse en programas y no sólo en la figura de sus candidatos o líderes (aunque éstos también suelen ser muy relevantes en los momentos electorales). Que la derecha subestime los programas se debe a que, pragmáticamente, aprovecha la incultura política de la mayoría de los ciudadanos, con frecuencia más preocupados por sobrevivir y por sus problemas más inmediatos.
Es así que la tarea para los partidos de izquierda que se toman en serio es más difícil, pues no sólo tienen que dar a conocer su programa sino que deberán convencer de sus bondades y beneficios para las mayorías; esto es, educarlas políticamente. La oposición sin un programa y sólo con protestas no conduce a ningún lado, aunque utilice coyunturalmente el descontento de la gente en determinadas zonas de un país. También la protesta por inconformidad, para tener éxito y una cierta permanencia en el tiempo, debe tener un programa y, desde luego, un proyecto que trascienda lo coyuntural e inmediato.
Actuar sin un programa definido y asimilado puede dar la nota en los medios, pero electoralmente no sirve para acumular fuerzas. Y sin éstas, no basta el deseo de cambiar el estado de cosas, pues –repito– es necesario contar con mayorías significativas y suficientes para alcanzar el poder y actuar en consecuencia. El poder, valga la obviedad, sólo puede ser instrumento de cambios sustanciales si cuenta con el apoyo y la participación de esas mayorías. En esto se basa, incluso en la ideología liberal, la utilidad de la democracia (la democracia sin el pueblo y sin espacios institucionales para su participación es cualquier cosa menos democracia).
Como los partidos tradicionales, la democracia también se ha pervertido y ha servido como mecanismo para sojuzgar y someter a los más amplios sectores de la población. La democracia elitista no es democracia aunque sus teóricos nos la quieran presentar como tal. Hay que sacarle provecho hasta donde se pueda, usarla para alcanzar el poder, pero la responsabilidad para lograrlo no es de la democracia (concepto intangible) sino de los partidos no sólo de oposición sino de izquierda… con el concurso de las mayorías convencidas de sus programas.
Las elecciones del pasado 7 de junio demostraron, entre otras cosas, que el voto de oposición no cambió nada sustancial (de hecho el PRI, pese a su deterioro evidente, pintó con sus colores la mayoría de los estados del país). También pusieron en evidencia que la protesta sin programa de gran aliento y con propósitos triviales (abstención, voto nulo y boicot electoral) no sólo no cambió nada sino que tampoco se sembró algo que pueda trascender el inmediatismo de sus planteamientos (en algunos casos cuestionables). No deja de ser una paradoja que en estados como Guerrero y Oaxaca el PRI se alzara con el triunfo, incluso en municipios donde la protesta fue más aguerrida (el caso de Tixtla, Guerrero, podría ser una excepción pues, por el número de casillas que pudieron instalarse con el concurso de fuerzas militares y policiacas tal vez debió anularse la elección).
Estas elecciones también demostraron la dispersión del voto. Si dicha disgregación se dio por castigo a partidos que con justa razón decepcionaron a mucha gente, al final terminaron por favorecer a los priístas y aliados, que no están interesados en ninguna fórmula de legitimidad aceptable éticamente. Las candidaturas independientes, salvo la del joven Kumamoto para diputado local en Jalisco (más testimonial que otra cosa), no son tales a pesar de la apariencia que quisieron dar. Los que pretendieron castigar a los partidos que han gobernado Nuevo León votando por El Bronco, en realidad lo hicieron por sus patrocinadores: los grandes y poderosos empresarios regiomontanos (una especie de síndrome de Estocolmo
).
Lo más grave, como bien señalara Olga Pellicer ( Proceso, 21/6/15), es que en los análisis sobre esas elecciones el punto focal ha sido sobre perdedores y ganadores y ha pasado a segundo término el tema de la vida económica y política del país
, que seguirá en la misma dinámica, sin un partido alternativo –agrego–que pueda influir, frenar y revertir, desde el Legislativo, el diseño de las políticas y las reformas del Ejecutivo. La voz de los diputados de Morena (que se ha estrenado con éxito en su primera elección) corre el riesgo de ser mayoriteada por los priístas y sus cómplices.
Aunque parezca parcial de mi parte, el único partido que ha privilegiado un programa, elaborado colectivamente por varios reconocidos intelectuales de izquierda, es Morena, y antes de su existencia por el candidato presidencial del PRD: López Obrador. Éste, aun sabiendo el valor de su carisma político, ha insistido en la importancia de un programa, tanto de gobierno como de partido que aspira al poder. Para 2018 el programa de Morena, con las rectificaciones que hagan falta, será clave para diferenciarse de los demás partidos y, a la vez, para convencer a las mayorías necesarias para alcanzar sus objetivos. Según mi análisis, la gente quiere cambios, cambios en su favor, y el programa que contenga esas aspiraciones será el único que, pese al enorme y poderoso aparato del priísmo, podrá disputar en serio la Presidencia de la República.