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Ana García Bergua
Pequeño diario de un regreso a la realidad
Estaba leyendo en la utilísima Wikipedia que eso que llaman jet lag, la fatiga que se siente cuando se viaja atravesando los husos horarios, es peor si se recorre la distancia en dirección al este, pues nuestro ritmo circadiano (“de alrededor de un día”, dirían los romanos; más o menos, vamos: circa) se tiene que acelerar para alcanzar a su día o su noche que se escapa corriendo por los meridianos. Yo viajé hacia el este (paradójicamente adonde están esos países que llaman de “Occidente”) y luego de regreso, y no logro recuperarme de este cambio. De hecho, estando en el extranjero, como le suelen decir, una parte de mí vivía siete horas después del momento en que me encontraba: estaba pendiente del momento en que mis seres queridos se levantarían o saldrían de sus ocupaciones para comunicarme con ellos. También tenía la fantasía de que saber todo lo que pasaba antes que mis compatriotas, por estar adelantada en el horario: ya amanecí, leí las noticias y ya me espanté, y estos pobres siguen durmiendo como angelitos. Una yo fantasma seguía en México, mientras la yo real abría el ojo a mitad de la noche europea, sin poder dormir, y el cuerpo no acababa de entender nada ni de orientar su tiempo en el tiempo. Por eso fui tan feliz en el museo Carnavalet, donde se mantienen intactas las habitaciones de hoteles, salones y palacios del París de los siglos anteriores –entre ellas la célebre recámara de Marcel Proust–, pues en realidad los museos son los reinos del jet lag, del tiempo detenido fuera de los ritmos del presente, atrapados en ritmos y tiempos pretéritos. Por eso, y no otra cosa, los turistas pasan tantas horas en los museos, en esa especie de franja horaria de siglos. Quizá esos gringos que vemos admirando la Mona Lisa son un avatar cuyos originales ya regresaron a Wisconsin y yacen en sus camas confundidos.
Cuando más o menos ya me estaba acostumbrando a vivir por adelantado, he aquí que vino el viaje de regreso, de este a oeste, y recuperé las muchas horas dejadas en prenda a los meridianos, mas no la salud o la tranquilidad: llevo varios días en que a las cuatro de la tarde me muero de sueño, no entiendo nada y recuerdo poco más que el dolor de pies. Me pregunto si no habré dejado a mi sombra del otro lado del mar, mi sombra que ya sabe lo que pasará horas adelante y está pensando si decírmelo o esperar a que me despierte del todo y el desfase se aclare. Mi sombra que quedó atrapada en los museos y las calles heladas como de sueño.
Y en esas estoy, meditando sobre el tiempo ni más ni menos y batallando contra la somnolencia a las doce del día, cuando suena el teléfono. Es una señorita, me pregunta si me puede hacer una encuesta. Muchas gracias, soy Viridiana Trapisonda de la asociación México se Informa y se Deforma. Claro, le respondo, no hago otra cosa en la vida que sentarme a esperar a que me encuesten y a veces hasta hablo yo para responder de antemano cualquier cosa que les pudiera intrigar a ustedes o a cualesquier otro. Satisfecha, me pregunta qué calamidades azotan a mi delegación y a continuación recita: corrupción, basura, comercio ambulante, baches, desempleo, desesperación. Todas, le digo, y otras que ni se imagina y ni siquiera vienen en su lista. Luego me pregunta por qué partido pienso votar, y enuncia muy correcta las colecciones de siglas que a últimas fechas nos producen pesadillas de distintos colores y estilos dramáticos. Me espero a que termine por si acaso la vigila un supervisor. Luego le respondo: por ninguno, voy a anular mi voto. ¿Qué?, salta desprevenida. Anular, repito, voy a a-nu-lar. A-nu-lar, corea, seguramente escribiendo las siglas de ese partido tan raro por el que va a votar esta señora: el anular, Asociación Nacional Unida de Libres Albedríos y sus Repetidoras. Yo quisiera seguir respondiendo a la bonita encuesta, pero ella me corta rápidamente, luego de desearme buenos días. Qué pena, qué manera de quitarle a uno la melancolía del jet lag. Y empiezo a imaginarme estos próximos meses en que nos agobiarán a encuestitas y encuestotas y llenarán nuestra ciudad ya convertida en heladería de taxis rosas y autobuses lilas con papelitos y papelotes con caras de monigotes con patas de chapulín y de otras cosas aún más engañosas. ¿No podríamos adelantar este tiempo nefando, mover los meridianos, digamos, hasta diciembre? Mi sombra atrapada en los sueños a deshoras no me lo quiere decir.
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