uego de siete años en prisión, un tribunal unitario determinó la libertad inmediata de Sandra Ávila Beltrán –conocida como La Reina del Pacífico–, tras haber revocado una condena en su contra por el delito de lavado de dinero. La resolución judicial se produce tras una serie de litigios en los que la defensa de Ávila Beltrán –señalada en su momento como una de las narcotraficantes más poderosas del país, enlace entre cárteles mexicanos y colombianos– ganó diversos recursos contra las acusaciones del Ministerio Público Federal por delitos contra la salud y delincuencia organizada. A decir de la Procuraduría General de la República, la resolución dictada por un tribunal no admite recurso alguno
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Más que un hecho aislado, la liberación es un botón de muestra del nivel de extravío a que fue conducida la institucionalidad encargada de procurar justicia en el país en el contexto de la guerra contra el narcotráfico
emprendida por la administración de Felipe Calderón.
En efecto, el pasado sexenio se caracterizó, entre otras cosas, por la proliferación de delitos y el incremento exasperante en los niveles de violencia, pero también por una disminución en el número de culpables legales, como se deriva del hecho de que sólo 12 por ciento de los presuntos delincuentes detenidos en el contexto de la guerra contra el narcotráfico
han recibido sentencia y que casi tres cuartas partes de ellos fueron liberados, ya sea por deficiencias en la integración de las acusaciones, por falta de pruebas, por corrupción judicial o por una combinación de esos factores. Tales cifras son consistentes con un panorama general en que sólo una quinta parte de los actos ilícitos cometidos derivó en una averiguación previa; de esa proporción, sólo una décima parte se tradujo en la consignación ante un juez, y apenas uno por ciento del total de los delitos fue objeto de una sentencia judicial.
Además de la persistencia y profundización de esas deficiencias estructurales en los mecanismos de procuración e impartición de justicia, la última administración panista se caracterizó por el uso faccioso de la ley, la conversión de las procuradurías en instrumentos de golpeteo político, la manipulación de pruebas, documentos y testimonios y la invención de acusaciones y la fabricación de culpables, que derivaron en aprehensiones de diversos funcionarios: así ocurrió, por ejemplo, en el caso del llamado michoacanazo, que derivó en la detención de una treintena de funcionarios estatales y municipales, todos los cuales fueron puestos en libertad, a la postre, por falta de pruebas. Otro tanto sucedió con la llamada operación limpieza
, en el contexto de la cual se detuvo a 25 funcionarios federales, de los cuales sólo 13 fueron acusados formalmente, y la mayoría de ellos ya fueron liberados.
Ciertamente, los altos niveles de impunidad, el uso indebido de los mecanismos de justicia y la falta de rigor y de pulcritud en las investigaciones no son elementos privativos de las administraciones panistas, sino males endémicos del sistema de procuración e impartición de justicia del país, heredados de los gobiernos priístas, y llevados a niveles grotescos por las presidencias del blanquiazul. La actual situación de violencia descontrolada y quiebre del estado de derecho –que persiste a pesar de que el actual gobierno se empeñe en no hablar de ella– no podrá ser superada en la medida en que no se revierta el derrumbe institucional que le dio origen y se sancione a los principales responsables de ese deterioro.