a abdicación de Juan Carlos de Borbón al trono de España, conocida desde meses atrás en la intimidad cupular del poder político de ese país, tiene todas las trazas de una operación de control de daños y limpieza de imagen cuidadosamente calculada en todos sus detalles: desde las líneas de la renuncia dirigidas al jefe de gobierno, Mariano Rajoy, hasta el mensaje televisado del monarca a la opinión pública, pasando, desde luego, por la circunstancia elegida para hacerla pública: cuando la economía pasa por un respiro en medio de la catástrofe y en momentos en que el jefe de Estado parece recuperarse de su larga cadena de achaques y accidentes.
El soberano no consideró necesario presentar las razones explícitas de su decisión, ni en la abdicación firmada ni en el espot televisivo –en el que se limitó a mencionar un relevo generacional que se materializaría en su primer hijo varón, Felipe de Borbón–, tal vez porque éstas saltan a la vista.
Ha de mencionarse, en primer lugar, la abismal caída de su popularidad y la de la corona, causadas por los escándalos financieros de la infanta Cristina y de su esposo, Iñaki Urdangarin; los repetidos desfiguros del propio monarca y la opacidad con que se ha manejado el presupuesto de La Zarzuela, así como por el inocultable declive físico e intelectual y –no menos importante– la indisoluble asociación entre la figura real y un modelo político y económico instaurado en la transición de los años 70 del siglo pasado, que hoy hace agua por todas partes.
En efecto, el país está sumido en una crisis devastadora, con desempleo y pobreza acuciantes y con la soberanía drásticamente reducida por las directrices que emanan de Berlín y de Bruselas; el régimen institucional se encuentra corroído por el descrédito, la corrupción endémica y el déficit de representatividad: el binomio de partidos que ha monopolizado la llamada transición y que ha apoyado incondicionalmente a la monarquía recibió menos de la mitad de los sufragios en las más recientes elecciones europeas; por su parte, la clase política hegemónica –españolista a ultranza– se ha colocado en un callejón sin salida al negar cualquier cauce legal al desarrollo de los separatismos regionales del País Vasco y Cataluña.
En tales circunstancias, para preservar la monarquía y la actual configuración institucional resultaba impostergable un golpe de efecto capaz de diluir descontentos, absorber contradicciones y tender un manto sobre las incoherencias más pronunciadas de un régimen que no es tan democrático como se pretende –puesto que sirve más a los intereses corporativos privados que al conjunto de los españoles– ni tan moderno –porque la monarquía y sus leyes de excepción en lo penal y en lo sucesorio son un anacronismo impresentable–, y que ha dejado de dar prosperidad y bienestar. A tal efecto, La Zarzuela, la mayor parte de los medios informativos y los dos partidos hasta hace poco hegemónicos –el gobernante Partido Popular, PP, y el opositor Socialista Obrero Español, PSOE, para los que el ingenio popular ha creado la contracción PPSOE– idearon una ruta rápida para operar en un mes la sucesión de Juan Carlos por su hijo, Felipe de Borbón. De hecho, los medios informativos empresariales intentaron poner el acento en el advenimiento de Felipe VI
y en remitir a segundo plano la sorpresiva emergencia antimonárquica desatada tras el anuncio.
Lo que ni el dimitente Borbón ni las elites político empresariales previeron es que la noticia de la abdicación, lejos de calmar las aguas, diera paso a una súbita oleada de entusiasmo republicano que en menos de 12 horas llenó de pendones morados las plazas y calles de España y estremeció al país con la exigencia democrática de que se someta a referendo la permanencia o la abolición de la corona.
Desde luego, la fiesta republicana que estalló anoche en Madrid, Barcelona y una treintena de ciudades y pueblos no es sólo antimonárquica: expresa el descontento económico, político y social ante un régimen que no ha sido capaz de deslindarse plenamente de su matriz dictatorial, que ha simulado probidad para ocultar corrupción, y democracia para tapar los autoritarismos, elitismos y desigualdades persistentes. Si pretendía ser una medida de control de daños, la abidcación ha resultado un tiro por la culata, ha acelerado en cuestión de horas la decadencia institucional de la monarquía parlamentaria y ha abierto, sin proponérselo, una perspectiva que hasta hace dos días resultaba impensable: la de que la sociedad española vaya a las urnas para decidir si quiere monarquía o si, por el contrario, prefiere transitar a la república.