Hugo Gutiérrez Vega
Viaje a Los Altos (III Y ÚLTIMA)
Centro de Tepatitlán Foto: Eusebio R. |
Llegamos a Tepatitlán y nos alojaron en un hotel del centro de la ciudad dividido en dos secciones: “hotel boutique” y hotel-hotel, atendido por un señor enfurruñado y unos muchachos habitantes de la luna de Valencia. Ya estaban alojados en el hotel-hotel los académicos tapatíos que formaban parte de la comisión editorial del Centro de Los Altos. Salvo mi amigo y contlapache José María Muríá, el resto de los insuflados e insufladas académicos y académicas nos vieron con una inexplicable desconfianza. En cambio, la joven, entusiasta e inteligente rectora del Centro, y sus amables y un poco atolondrados colaboradores, fueron muy corteses y hospitalarios. Los estudiantes y algunos señoras y señores de Tepa llenaron el salón de la charla que sobre el padre Placencia, su vida y su poesía, dio este ya decrépito bazarista. La noche anterior leí la curiosa biografía de Placencia escrita por Luis Sandoval Godoy. Me llamó la atención el descuido, claramente deliberado, con el que trató a Ernesto Flores, que sin duda es el mayor conocedor de la vida y de la obra del gran poeta de Jalos. Me di cuenta de que esa mezquindad proviene de una discrepancia sobre el espinoso tema de la quemazón inquisitorial de los manuscritos dejados por el padre en su casa de San Pedro Tlaquepaque. Ernesto Flores tiene las pruebas contundentes de que el acto inquisitorial fue ordenado por el arzobispo Orozco y Jiménez. Sandoval Godoy, hombre de letras de mucho mérito, intenta negar la atrocidad fundamentalista con argumentos pueriles y débiles. Ofrece como prueba de la buena relación que, según él, existió entre el virtuoso jerarca y el molesto cura de pueblitos lejanos y olvidados, un soneto que el padre escribió en homenaje al “león chamula”. El poema es bueno, pero no demuestra otra cosa más que la ortodoxia sacerdotal del poeta, su aceptación y obediencia frente a la jerarquía y, además, por qué no decirlo, su admiración por ese cruzado enfurecido que fue el señor Orozco. En fin... Creo que Sandoval, cosa que me da mucho gusto, ya se reconcilió con Ernesto y lo visita frecuentemente.
Hablé sobre los sacerdotes que, a pesar de los prejuicios y de las suspicacias, dedicaron su vida a la poesía y al cumplimiento de su ministerio: Gerard Manley Hopkins, el cardenal Newman (a su alrededor se movían, con pasos fuertes, Coventry Patmore, Francis Thompson, Alice y Robert Meynell y, en otros campos del arte, de la literatura y del pensamiento, Chesterton, Belloc y Baring). Hablé de Paul Claudel en Francia que, por supuesto, no era sacerdote pero sí ultramontano en sus ideas sociopolíticas y enorme poeta religioso. Cuba me entregó el nombre del padre Gaztelum, miembro del grupo Orígenes e íntimo de Lezama Lima. De México di los nombres de los poetas religiosos principales: Sor Juana Inés de la Cruz, nuestra madre soltera; fray Miguel de Guevara, Matías de Bocanegra y Alfredo R. Placencia. Por supuesto que hablé del padre Manuel Ponce, de Joaquín Antonio Peñalosa, de Francisco Alday y de los poetas católicos que formaban parte de esa corriente: Concha Urquiza, Alejandro Avilés, Rosario Castellanos, Dolores Castro, Javier Peñalosa, Javier Sicilia y Octavio Novaro. El nombre de Efrén Hernández fue absolutamente necesario para completar el cuadro de la poesía religiosa de México. Hablé largamente sobre la vida y la poesía de Placencia, sobre su admirable compañera, su hijo, sus nietos y bisnietos. Uno de ellos, Samuel, se dedica a la literatura, guarda la memoria de su bisabuelo y es un excelente funcionario cultural.
El Centro Universitario de Los Altos es, sin duda, el más bello de los recintos de la universidad tapatía. Construido por ese artista total que es Fernando González Gortázar, se integra prodigiosamente al paisaje alteño, rinde homenaje a los bovederos de Lagos de Moreno y nos permite caminar por una serie de pasillos amplios y dotados de bancas para las tertulias estudiantiles. Las aulas son amplias y luminosas. Visto de lejos, el notable edificio serpentea por las colinas de tierra colorada y es, además de funcional, una escultura que alegra la vista y da fuerza al paisaje hecho de rupturas y de quebraderos. Mi estado de decrepitud me obligó a pedir ayuda para recorrer los largos y amenos pasillos del recinto. Me prestaron un scooter muy eficiente, que aprendí a manejar muy pronto. Me entusiasmó el inteligente caballo mecánico y usé los menores pretextos para hacer viajes experimentales y serpenteantes. Terminó la estancia en Tepa con siete grados sobre cero, aires alteños, degustación de jabalí asado a las brasas y una noche de estrellas vistas desde una plaza del centro. Al día siguiente vimos la ya monstruosa mancha urbana tapatía.
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