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El joven Álvaro
Adiós a Maqroll
José María Espinasa
La muerte es siempre la muerte, aunque sea la de un hombre que vivió tan intensa y plenamente como Álvaro Mutis. Y siempre duele la muerte de un amigo y un maestro. Mutis nos deja su literatura y su recuerdo para consolarnos. Su simpatía y encanto lo volvió una figura reconocida, querida, admirada. Su poesía le dio, ya desde mediados del siglo XX, un lugar de privilegio en la literatura en español del mismo siglo, su narrativa le dio décadas más tarde los lectores que la poesía no suele tener. La nieve del almirante quedará como un punto de inflexión entre los géneros –poema narrativo, novela poemática– y en nuestra memoria como un texto de absoluta inspiración. No hay que distinguir, y no quiero hacerlo ahora, entre el poeta y el narrador. Lo que importa es el sentido de su escritura.
Mutis es uno de los escritores que supo conservar el espíritu de aventura, la presencia del riesgo en el texto, a la vez mirada hacia adelante y melancolía de un tiempo en perpetua huida hacia el pasado. Él, que había sido un lector voraz, sufría en los últimos años por no poder leer. De los últimos autores de los que me habló fue del entusiasmo que le despertaba Pío Baroja. Le confesé que no lo había leído, pero que prometía cubrir la asignatura pronto. Y me sumergí en las memorias de don Pío. Ya no tuve tiempo de agradecerle su recomendación de leerlo y lo hago ahora con la seguridad de que en algún lado me escuchará.
Sus declaraciones, muchas veces disfrazadas de boutade, disimulaban un drama interior de gran calado. Por ejemplo, su agnosticismo. El presente, que vivía de manera tan alegre y jovial, le parecía mezquino, pero no se escondía tras la nostalgia del tiempo pasado sino del tiempo mítico. Y sus palabras se cargaban de un contenido afectivo que remitía al tiempo de los héroes. Por eso sus lectores, yo al menos, lo leíamos dejando que ese lenguaje –ese léxico en el sentido más literal del término– se cargara de significaciones sentimentales, de resonancias emotivas, de ideas encarnadas. Hay escritores que se leen, por ejemplo, con ansias de filólogo, rodeado de diccionarios y gramáticas; a él no.
Es cierto que esa forma de leer puede provocar ciertos malentendidos y que si se tratara de desentrañar los significados de algunos de sus libros habría que echar mano de ellos. Por ejemplo, desde el mismo título Los elementos del desastre es un texto que invade intelectivamente, mezcla de inteligencia y sentimiento, con una desesperanza sin melodrama, una nueva idea del heroísmo, la del escéptico. Pero su desconfianza ante el mundo no le hace blasfemar sino, en medio de ese desastre, celebrar. Y sabía reconocer a sus congéneres, esos extraños heterodoxos, Emilio Adolfo Westphalen, Enrique Molina, Eliseo Diego, Eugenio Montejo.
Mutis no cedió nunca a las modas; escribió lo que quiso y de igual manera dejó de escribir cuando sintió que ya no tenía nada que decir, cuando, como se dice coloquialmente, no le nacía. Esto último no puedo dejar de verlo como un signo de lo hondo que caló en él el desencanto en los últimos años. Así, sin ninguna razón evidente, yo entendía que Los elementos del desastre no se referían al desastre de hoy sino al desastre como situación eterna, desastre que sin embargo se iluminaba, como ocurría también con la persona, con una sonrisa que borraba todo exhibicionismo o chantaje. Su primer libro, que tiene ya una historia digna de novela, se tituló La balanza.
En el primer libro de poemas que publicó en México, Los trabajos perdidos, en 1965 (antes había publicado aquí su Diario de Lecumberri) nos habla ya directamente de esa condición de héroe mítico que como tal alcanza en la derrota implícita en la pérdida. No significa trabajos vanos, sino perdidos. Y legitimados en su pérdida. Pero esa condición de comprensión inmediata se da sobre todo con el libro Reseñas de los hospitales de ultramar (1955), separata de la revista Mito, de Jorge Gaytán Durán, a cuyo grupo al que se le asoció a partir de entonces aunque, quitando la admiración que sentía por Gaytán, con el que no tenía muchos puntos en común. ¿Cómo entender las palabras reseñas, hospitales y ultramar? ¿Desde qué orilla se miraba ese mar del otro lado, o era siempre otra orilla la que se mira, desde la que se mira? ¿Y la idea de hospital debe estar asociada más que a su eco clínico a su eco hospitalario? A estas preguntas uno responde repitiendo una y otra vez el título, como si se tratara de un mantra que a fuerza de decirse se nos revelará.
Años después Mutis publicaría Los emisarios (1984), nombre que yo pondría a toda su poesía, a pesar de que él ya había elegido antes Summa de Maqroll el Gaviero, cuya primera edición se publicaría en Barral Editores en 1973 y lo proyectaría ya definitivamente entre todos los lectores de lengua española. Mutis es y no es Maqroll, pues ni Maqroll es todo Mutis ni todo él es Maqroll, ambos se exceden al reflejarse uno en otro. En todo caso, aquella recopilación de 1973 estaba tocada por la gracia; es uno de los momentos más luminosos de la poesía latinoamericana y habría bastado para reconocerlo como un maestro.
Los cuatro libros que publica después de la Summa... Caravansary (1981), Los emisarios (1984), Crónica regia y alabanza del reino (1985) y Un homenaje y siete nocturnos (1986), forman otro ciclo que, si bien mantiene ciertos puntos de contacto, es totalmente diferente en tono y en ritmo. El hombre que mira su entorno mira ya más bien la historia, los fantasmas que recorren ese paisaje, presentes aún en el tiempo, habitantes de una duración distinta. Y con la aparición de La nieve del almirante cambia todo –el verso por la prosa, la imagen por la anécdota, la voz en sí misma por los personajes.
O no cambia nada, no lo sé.
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