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Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada |
Elogio de Selma
Adolfo Castañón
Una mañana de fines de 1985, en las oficinas del Fondo de Cultura Económica, conocí a Selma Ancira Berny (por cierto, el nombre de Selma es aféresis de Anselma, que a su vez proviene del germánico y tiene que ver con aquel o aquella a quien un dios sirve de protección, helm, Selma en efecto trae la protección divina que le sirve como yelmo). Me la presentó y encargó don Jaime García Terrés. Antes de cruzar siquiera una palabra con ella, oí que una voz decía nítidamente dentro de mí: “Es griega”; yo, como un autómata, al saludarla, le dije: “Eres griega.” Ella disparó una carcajada homérica que me hizo sentir un niño o un enano ante la figura menuda y pulcra de esa muchacha con cara de niña que llevaba el nombre de la escritora sueca Lagerlöff, cuyas leyendas y narraciones perfumaron los jardines enterrados de mi infancia. Años después la joven helenista Selma traduciría, para el Fondo de Cultura Económica, a Yannis Ritsos y los ensayos de Giorgos Seferis.
Como abejas de panales vecinos, nos hicimos amigos; los autores y libros que zumbaban en nuestras mentes y corazones encontraron en nosotros un punto de reunión, un claro del bosque al que llegábamos para conversar y compartir el pan y la sal de la experiencia leída, vivida, entrevista en sueños. Tuve la buena estrella de acompañar a Selma Ancira a la agonizante URSS en septiembre de 1986 a una fantasmal Feria del Libro que se celebraba allá donde parecían salir de las catacumbas de la exclusión muchos escritores que luego serían conocidos fuera. Si yo creía conocerla un poco, allí me quedó claro de que la había ignorado casi completamente, como aquel que cree haber puesto pie en una isla sin darse cuenta de que en la realidad había alcanzado a poner el pie sobre el lomo de una ballena; en Moscú, Selma se transformó como una crisálida que repentinamente despliega en el aire sus alas como una mariposa. Daba la impresión de que Selma conocía a todo el mundo o que no sólo hablaba su idioma sino que por así decir era capaz de adivinar sus pensamientos más secretos. Desde que llegamos al aeropuerto hasta que salimos diez días después de Moscú, me acompañó esa impresión de que Selma era capaz de hacer cantar a las piedras, hablar a los árboles, hacer bailar los muros y torres, conversar con los pájaros y las estrellas, hacer brotar el aguamiel de una sonrisa de un rostro de roca, cuando no reír y cantar como una hija pródiga que regresa y es reconocida y bendecida con júbilos y aleluyas. ¿De dónde podía venir esta órfica familiaridad estremecedora? ¿De los años en que la niña adolescente Selma estuvo en la urss estudiando hasta obtener –con su carita de inocencia– un doctorado en Filología Eslava venciendo con gracia y despreocupación olímpicas arduas pruebas que habrían intimidado al oso de la Sorbona y a la hiena del currículo y de los expedientes? ¿O bien en algo que Selma traía en la sangre heredada de los Ancira del norte de México, y como estaba emparentada con los fundadores del hotel? Al que no conocía, Selma lo reconocía o lo convertía en un pariente desconocido al que volvía a encontrar. Conocimos y visitamos a muchos escritores en aquellos días: Anatoly Ribakov, Victoria Tokareva, Ludmila Petrushevskaya, Vladímir Dudinsev, Chinguiz Aitmatov, Yuri Kariakin. Íbamos y veníamos por un Moscú helado y lluvioso, Selma se orientaba lo mismo en los laberintos interminables del titánico Hotel Rusia que en la enorme casona donde se alojaba la Asociación de Escritores. Tenía muchos, muchos amigos, pero entre todos y tantos recuerdo en particular a uno: Yuri Greidin, un obelisco con grandes ojos que sabía hablar español y con el cual Selma me encargó y me mandó de viaje en su compañía a la antigua ciudad rusa de Novgorod, una ciudad de juguete, hecha toda de madera, capital de la antigua Rusia y cuna de Rachmaninoff.
Foto: Luis Humberto González/
archivo La Jornada |
En Novgorod descubrí algo que tenía que ver con Selma: en una de las iglesias más antiguas descubrí una imagen de la Theothokós –o sea de la Virgen–, una figura que no se contentaba con parecerse a Selma sino que tenía la misma mirada deslumbrante que chispeaba en los ojos de la hija de Carlos Ancira, “el jardinero de fantasmas”, mexicano que le había prestado cuerpo y presencia al loco del Diario de un loco, de Nikolai Vassilievich Gogol como quien realiza y actualiza un acto ritual durante muchos años en el escenario. Es natural que, al volver a Moscú, tuviera miedo de mirar de frente a Selma, temeroso, cauteloso (y deseoso) de no encontrarme con la mirada de aquella Inmaculada entrevista en Novgorod que era capaz de tragarse al peregrino ruso o mexicano en el beso abismal de su mirada y lengua de fuego. Esas lenguas de fuego las volví a ver pintadas en el museo del pintor Anatoly Rubliov que Selma hizo abrir para nuestra visita como una cerrajera experta que conoce los secretos de las amas de llaves eslavas. Ahí la nueva Rusia inventada por la educación soviética me dejó una huella inolvidable cuando nuestro guía me hizo saber su completa extrañeza ante el mundo imaginario cristiano: ajena a conceptos, palabras como “apocalipsis” o transfiguración, palabras que le eran desconocidas. Esa especie de nuevos lectores “laicos” e incultos eran precisamente lo que suscitaba el temor y la angustia de una poeta tradicional como Marina Tsvietáieva. La experiencia de ese viaje a Moscú en compañía de Selma Ancira quedó resonando en mí durante muchos años. Compartí con ella experiencias como la de ver escenificada la obra Corazón de perro, de Mijail Bulgakov, en un escenario empedrado de carbón, o ir a visitar al día siguiente el departamento en que había vivido el escritor tan sospechoso como venerado al que nos permitieron asomarnos, entre recelosos y respetuosos gracias a la verba persuasiva de la misteriosa Ancira.
En esos días tuve la sensación de haber estado compartiendo cada minuto con una hija de Hermes y de Babel en quien se hacía cuerpo y letra el fuego de Pentecostés, el ascua de la traducción. Pero todo esto sólo profundizaba el enigma: ¿quién era en verdad esta mustia vestal políglota? ¿De qué fuego estaba hecha su ascua? ¿Por qué me había brindado un poco del vino espumoso de su amistad? Leyendo sus traducciones del ruso a lo largo de los años, sus versiones de Tolstói y de Chéjov, de Pushkin y de Bulgakov, de Marina Tsvietáieva y de Gogol y Dostoievsky, tengo a veces la impresión de que en ella y en sus traducciones cobra cuerpo y presencia –whatever that means– el alma rusa, el alma esteparia y errante del eslavo peregrino, hermana de esa otra alma no menos alerta que es la de la llanura y el llano en llamas americano. Y es que Selma Ancira es –así lo tienen que reconocer en España– profundamente mexicana y americana en sus acentos y tonos criollos y señorialmente mexicanos, acentos y prosodia patricios que visten a su idioma de una naturalidad que –no hay otra palabra– sólo se puede decir casta. No sé si sea por esa razón que la traductora Selma Ancira puede ser llamada una escritora o traductora; una inteligencia que sabe nadar muchos kilómetros a contracorriente para ir a depositar sus huevos en el nido más prístino y recóndito para que ahí puedan volver a dar vida. Esta condición del que sabe ir a contracorriente durante mucho tiempo sin perder el rumbo en la aparente agitación es, creo, uno de los secretos de esta celosa constructora de puentes entre un archipiélago y otro.
Dije que Selma Ancira vivió durante muchos años –los años de su juventud y adolescencia– en la Unión Soviética y que ha sabido traer la comunión con las letras rusas hasta las playas de esa otra periferia de Europa que es la cultura y la lengua española en América. No dije que al mismo tiempo –y como quien no quiere la cosa– que Selma Ancira descansa de Rusia, España y México en Grecia, y que es ahí, en ese archipiélago en ese otro continente Caribe, donde ha encontrado la tercera mitad de su corazón: traduciendo a Yannis Ritsos y Giorgos Seferis, acariciando las aristas del alfabeto cirílico ya no desde la perspectiva eslava sino desde el ángulo helénico, sin mayores aspavientos, y siempre cumpliendo su tarea iluminada por un oficio de piedad –de piedad ortodoxa y eslava, helénica y pagana, Caribe y mediterránea.
¿Selma Ancira es entonces ese ser capaz de armar y desarmar historias entre el español y el ruso, el griego moderno y la lengua leal y jubilosa del que ha sabido ir más allá de las adaptaciones y ha sabido dar con el tañido de su propia campana? Sí, y algo más: es la mediadora que trae en sus manos de letras la ofrenda traducida de la poderosa voz de Marina Tsvietáieva, al mundo de habla hispana, a México que habla español gracias a otra Marina, la lengua Malinche, que algo tiene que ver con la traducción. Esa mediación no es accidental: hay en el fondo algo de necesario, entre esos extremos acaso complementarios que son Rusia y México. Esa complementariedad tiene que ver con la alegría opuesta al terror que hacen sobrevivir a la humanidad a través de las figuras de Marina Tsvietáieva y de Boris Pasternak, de Riner Maria Rilke y de Leon Tolstói, de Nikolai Vasilievich Gogol y de Alexander Sergei Pushkin, de Johan Wolfang Goethe y de Miguel de Unamuno.
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