Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 29 de diciembre de 2013 Num: 982

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La mirada de
Graciela Iturbide

Vilma Fuentes

Adiós a Maqroll
José María Espinasa

Amén: Breve nota
para Álvaro Mutis

Xabier F. Coronado

Elogio de Selma
Adolfo Castañón

Día de feria
Carlos Martín Briceño

A 400 años de Cervantes, el ejemplar
Enrique Héctor González

Póstuma
Adela Fernández

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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Enrique López Aguilar
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Jaime Sabines (V Y ÚLTIMA)

Sabines amplió su círculo de lectores alrededor de 1975, cuando la atención se concentraba en poetas como Octavio Paz, quien tuvo una etapa muy prolífica entre Salamandra (1962) y Vuelta (1976); Rubén Bonifaz Nuño, quien había alcanzado a varios lectores jóvenes con Fuego de pobres (1961) y La flama en el espejo (1971); Eduardo Lizalde, quien reafirmaba su peso poético con El tigre en la casa (1970) y La zorra enferma (1974); o José Emilio Pacheco, quien proponía una oscilación entre intelectualismo y estilo directo, como en Irás y no volverás (1973) e Islas a la deriva (1976). Por esos años eran sobresalientes los nombres de Hugo Gutiérrez Vega, Francisco Cervantes, Homero Aridjis, Marco Antonio Montes de Oca, Juan Bañuelos y Óscar Oliva, nacidos entre los años veinte y treinta, y el de un poeta nacido en los cuarenta, Francisco Hernández, quien publicaba sus primeros trabajos. De otras generaciones, en un lapso de cinco años murieron accidentalmente José Carlos Becerra (1970) y Rosario Castellanos (1974); Alí Chumacero se había resguardado en el silencio después de Palabras en reposo (1965); y en los setenta murieron Gorostiza, Torres Bodet, Novo y Pellicer.

¿Cómo logró Sabines la popularización de su poesía dentro de ese panorama generacional? Un lugar común: por la fuerza y “sencillez” de su obra, por su condición antirretórica. Esto se resume así: Sabines comenzó explorando formas que sedimentaban sus viejas admiraciones por Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Huidobro; luego alcanzó un estilo personal manifestado en Horal, donde “Los amorosos” cristalizó la búsqueda del conjunto y prefiguraría el resto de su obra: más que en otros poemas, fue en estrofas como “Los amorosos juegan a coger el agua,/ a tatuar el humo, a no irse./ Juegan el largo, el triste juego del amor./ Nadie ha de resignarse./ Dicen que nadie ha de resignarse./ Los amorosos se avergüenzan de toda conformación”, donde ya se encontraba el Sabines que había hallado su voz y luego perseveró en el tono, la manera y el ritmo propios de una retórica personal: el descubrimiento se le volvió perseverancia y el azar, necesidad.

Esto se confirma con un poema escrito años después (no el mismo tema ni las mismas palabras: un temperamento semejante y la madurez del juego verbal convertido en ministerio poético): “Un pedazo de luna en el bolsillo/ es mejor amuleto que la pata de conejo:/ sirve para encontrar a quien se ama,/ para ser más rico sin que lo sepa nadie/ y para alejar a los médicos y las clínicas./ Se puede dar de postre a los niños/ cuando no se han dormido,/ y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos/ ayudan a bien morir.” Dentro de esa retórica cupieron los tropiezos. En “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines” (I, XIV), el poeta estableció un infeliz campo semántico donde rimaron “plato” con “gato” con “flato” con “homoplato”.

Jaime Sabines, el poeta “sencillo”, construyó su sencillez, burilándola con tanto artificio como Góngora quien, desde otro siglo y otras expectativas, cinceló las complejidades del culteranismo barroco: ambos producen en el lector la sensación de que no costó trabajo escribir el poema, así sea de difícil lectura (a pesar de su popularidad, “Los amorosos” es un poema más oscuro y contradictorio de lo que parece, un misterioso prodigio verbal).

Jaime Sabines comparte con Cervantes el aire de ingenio lego, de “cultivar un entorno plagado de sentimentalismo y desdén por el rigor intelectual” (como se afirmó en “Escalera al cielo”, del periódico Reforma –21 de marzo de 1999–), de artista que vivió en los márgenes del Parnaso para encontrarse con el lector (ése que Cervantes describe en el prólogo de Persiles y Segismunda, redimiéndose de las envidias de sus contemporáneos y los afanes de la pobreza), que es lo que verdaderamente importa.

Sin Premio Nobel ni ediciones internacionales, sin pertenecer a capillas ni a revistas literarias, señalado de sentimental y desdeñoso del rigor intelectual, en el margen del público hasta los cincuenta años, “enamorado profundamente de esta maravillosa indiferencia del mundo hacia su vida”, a Jaime Sabines le ocurrió lo que a Cervantes: éste escribió la mejor novela española de su época, no el docto Francisco de Quevedo; el chiapaneco, sin la publicidad ni el respaldo de cenáculos célebres, se convirtió en el poeta mexicano más leído y querido del último cuarto del siglo XX. Tendríamos que decir como él: Dios bendiga a Dios pues nos dio a Jaime Sabines.