n las recientes elecciones presidenciales chilenas, las abstenciones superaron en la segunda vuelta, con 58 por ciento, a los no votantes en las elecciones municipales anteriores. También en la muy polarizada Venezuela, en las recientes elecciones administrativas, y a pesar de que tanto el gobierno como la oposición querían que los comicios fueran un referéndum, la abstención fue muy alta. Salvo en unos pocos países de la región, este fenómeno se repite y plantea muchas interrogantes.
¿Por qué en Chile el primer partido
fue el del no voto, con 58 por ciento del padrón? ¿Cuál fue el voto
de los no votantes, cuál es el sentido de su decisión? ¿Es simplemente una expresión de desinterés, atraso político, pasividad? ¿Es un repudio generalizado al sistema de partidos y a los partidos mismos, los cuales no responderían a las demandas políticas de la población que toman forma en los movimientos sociales? ¿O es una mezcla de diversas motivaciones que expresa diferentes niveles de conciencia?
De la respuesta a estas preguntas derivan políticas diferentes. En efecto, para los que, en palabras pobres, dicen tenemos razón, somos la única opción pero nos tocó un país que no está a la altura de nuestras sabias políticas
, bastaría con tener en cuenta sólo a los que votaron y, naturalmente, principalmente a la minoría que les apoyó. O sea, en el caso chileno, 30 por ciento de votantes de la Nueva Mayoría, sin preocuparse demasiado por los que no votaron, a los que esperan convencer con mucha saliva y didáctica y unas pocas concesiones materiales. En cambio, para quienes quieren creer que la abstención masiva corresponde a un repudio homogéneo a las instituciones, los partidos y el sistema mismo, es fuerte la tentación a hablar en nombre de la mayoría –los abstenidos, que no tienen voz– y a pensar que con sólo agitar algunas legítimas reivindicaciones inmediatas y movilizar pueden obviar su propia falta de comprensión política del estado social del país, su carencia de un programa para la nación y para cada una de las regiones, así como la construcción de un equipo de mujeres y hombres capaces de comprender la inserción del país en la crisis general del capitalismo, las experiencias en los países vecinos y la necesidad de hacer política y dar soluciones concretas a los problemas concretos.
Es muy probable, por lo tanto, que un Chile institucional, electoralista y partidario de pequeñas reformas graduales, el del ciudadano que votó por Bachelet, coexista y se enfrente en lo inmediato con otro Chile, movimientista, inmediatista, localista, mientras la derecha, que perdió la mitad de sus votos, sólo puede utilizar su peso institucional para negociar y condicionar al gobierno de la Nueva Mayoría.
El ejército de los abstenidos es muy heterogéneo. De él forman parte los pasivos, los desmoralizados y despolitizados por los años de dictadura y los gobiernos conciliadores de la Concertación, los resignados y preocupados sólo por sobrevivir. Pero también figuran los indígenas que consideran las elecciones como algo que afecta sólo a sus opresores colonialistas y explotadores y cuyas tierras y regiones ancestrales, desde antes mismo de Pinochet, han sido usurpadas y redistribuidas por el democristiano Frei Montalva, por el socialista Salvador Allende, después por la dictadura y, tras ésta, nuevamente por democristianos y socialistas
de los gobiernos de la Concertación, incluyendo entre ellos el primero de Michelle Bachelet. Están igualmente en ese frente abstencionista y forman el grueso del mismo los jóvenes que creen despreciar la política
porque odian la politiquería y la corrupción parlamentarista, pero que hacen diariamente política con sus reivindicaciones, luchas y movilizaciones; por último, se abstuvieron también muchos derechistas que veían que su candidata perdería y, por lo tanto, no tenían motivación alguna para votar y muchos que habrían votado por la Nueva Mayoría pero, como estaban convencidos de que Bachelet ganaría, prefirieron quedarse en casa, así como muchos votantes de grupos y partidos a la izquierda de la presidente que, en la segunda vuelta, se hicieron abstencionistas.
El partido
de los abstencionistas es una polvareda social. Tiene, por lo tanto, un efecto conservador pues deja las decisiones y el poder en manos del gobierno que será muy timorato (y a la merced de la negociación de éste con la derecha para poder hacer algunos cambios). No tiene ideología, ni alternativa al sistema económico y político y, por lo tanto, no puede formar conciencias sino reunir repudios puntuales. La posibilidad de que tenga algún peso en el país y en la misma Nueva Mayoría depende esencialmente de la intensidad de las movilizaciones y protestas que puedan dirigir algunos sectores que se abstuvieron. Pero las mismas tenderán a ser corporativas (de un gremio y no de la clase obrera toda, de los estudiantes secundarios o de los universitarios, sin mayor coordinación, de los indígenas). Serán como diferentes arroyos que, en su conjunto, tendrán un gran caudal de agua, pero difícilmente formarán un solo río. Porque el abstencionismo carece de ideas programáticas. La consigna más unificadora –una Asamblea Constituyente que resuelva cómo reorganizar y dirigir el país– es muy movilizadora pero, a falta de precisión sobre cómo hacerla –¿como en Bolivia, como resultado de movilizaciones que llevaron a la elección de un gobierno popular, o mezclando el marco parlamentario con las luchas sociales?– cada sector la interpreta de modo diferente. Es indispensable, por lo tanto, dar claridad ideológica –y, por lo tanto, unidad y fuerza– a una protesta difusa y dispersa. La condición sine qua non de esa claridad debe venir de un repudio al nacionalismo xenófobo en el caso del conflicto marítimo con Perú y Bolivia.