os señalamientos por presuntas prácticas fraudulentas en los comicios presidenciales de Honduras –celebrados el domingo pasado con resultados oficiales favorables al candidato del derechista Partido Nacional, Juan Hernández– alcanzaron ayer proyección internacional. Por un lado, la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH) señaló en un informe que sus observadores detectaron diversas irregularidades en la jornada comicial de hace seis días, como el traslado arbitrario
de miembros de la Fiscalía hondureña, encargados de vigilar los comicios, o la negación del derecho de sufragio a varios ciudadanos.
Por su parte, los integrantes de la misión enviada por la Unión Europea protagonizaron un choque declarativo en torno a la transparencia de los comicios, situación que no hace sino multiplicar las dudas sobre la probidad y limpieza de los mismos.
Tales señalamientos se suman a los indicios fraudulentos denunciados por los partidos de oposición, particularmente por el progresista Libertad y Refundación (Libre) y por su candidata, Xiomara Castro. El contraste entre las múltiples denuncias de fraude y el empeño de las autoridades electorales en calificar de ejemplar la jornada del pasado domingo, vuelve a colocar al país centroamericano en la perspectiva de una presidencia carente de la legitimidad necesaria para gobernar; de una sociedad dividida y polarizada, y de una institucionalidad deteriorada e inoperante para dar certeza a los procesos democráticos en esa nación. Tales rasgos obligan a recordar el origen ilegítimo y antidemocrático del actual régimen, surgido del golpe de Estado que interrumpió la normalidad democrática en Honduras, expulsó del poder al entonces presidente constitucional Manuel Zelaya y emprendió una represión implacable contra las disidencias. Por desgracia, esa tendencia represiva se ha recrudecido en la semana reciente, como quedó de manifiesto con los escenarios de violencia policiaca registrados durante las marchas estudiantiles de protesta contra los resultados de la elección.
En efecto, lejos de dar cuenta de una normalización democrática y de la superación de la fractura política y social de ese país tras el golpe de 2009, el proceso electoral que culminó el pasado domingo demuestra que la crisis política hondureña persiste; que ese país sigue recorrido por la crispación y la polarización social, y que sus instituciones siguen controladas por una oligarquía que parece dispuesta a todo para preservar el poder y sus privilegios.
A menos que los resultados electorales hondureños atraviesen por procesos de escrutinio y esclarecimiento ejemplares, que permitan deslindar todos los puntos cuestionables de los comicios, la situación que se vive en el país centroamericano plantea una interrogante incluso más importante que el nombre del próximo mandatario hondureño: si una institucionalidad en esas condiciones de debilidad podrá resistir un conflicto poselectoral que se vislumbra complicado y si podrá evitar, en todo caso, que se materialice el peligro de una confrontación social de gran calado entre los sectores privilegiados y un bloque popular todavía difuso, pero creciente.