egún datos de la Encuesta Nacional de Salud 2012, difundidos antier en estas páginas, la dieta de los mexicanos es de mala calidad y se caracteriza por un exceso en el consumo de bebidas azucaradas y de productos de alta densidad energética, así como por una baja ingesta de cereales, leguminosas, frutas y verduras. A mayor abundamiento, Juan Rivera Dommarco, investigador del Centro de Investigación en Nutrición y Salud del Instituto Nacional de Salud Pública (INSP), señaló que 54 por ciento de las personas rebasan el límite recomendado de consumo diaria de grasas saturadas, 72 por ciento lo hacen con la cantidad recomendable de azúcares, en tanto 65 por ciento tienen un consumo de fibra por debajo de los estándares deseables.
A lo anterior se suman los datos arrojados por un estudio del Banco Mundial que colocan a México en la decimaprimera posición de las naciones donde se producen más muertes violentas relacionadas con el consumo de alcohol, con 18 de cada 100 decesos atribuidos a esa causa.
Los datos referidos ponen de manifiesto una grave degradación de la calidad de vida del conjunto de la población, que está estrechamente vinculada al descontrol imperante en el consumo de bebidas alcohólicas y de alimentos de alto contenido calórico y escaso valor nutricional.
En el caso de estos últimos, el fenómeno se explica no sólo por la carestía, la pobreza y la contención salarial asociadas al modelo económico vigente –que han provocado que amplios sectores de la población, sobre todo de los estratos sociales más bajos, sustituyan el consumo de alimentos básicos por el de comida chatarra, que en muchos casos constituyen su principal fuente de ingesta diaria de calorías–, sino también a consecuencia de una influencia irrestricta del mercado y de la mercadotecnia en la configuración de los malos hábitos alimenticios de la población, sometida a un bombardeo publicitario constante de otros altos en grasas y azúcares.
Otro tanto puede decirse de la ingesta de bebidas alcohólicas en México, la cual es alentada por una propaganda permanente e insistente y por el afán de lucro desmedido de grandes corporaciones, prácticamente sin contrapeso alguno en lo que se refiere a políticas de salud pública, lo que contrasta con las regulaciones que prevalecen en países desarrollados. Al respecto, es paradigmático el caso de Suecia, donde la venta de alcohol es controlada por el Estado y donde todos los productos de contenido etílico son vendidos individualmente –lo cual supone la restricción a la compra de cajas o presentaciones múltiples–; asimismo, se les imponen fuertes gravámenes, con el objetivo de desincentivar su consumo.
La política económica y el desinterés creciente de las instituciones públicas por la alimentación popular, así como el pragmatismo económico e incluso la corrupción, han favorecido el predominio de trasnacionales y de monopolios nacionales dedicados a la venta de bebidas alcohólicas y alimentos chatarra, en detrimento no sólo de miles de pequeños productores agroalimentarios, sino de la salud de la sociedad en general e incluso de su seguridad, como demuestra la elevada cifra de muertes violentas relacionadas con la ingesta de alcohol. Tal circunstancia es sintomática del viejo menosprecio institucional hacia el bienestar de la población y, en consecuencia, hacia la viabilidad del país. Es preciso y urgente empeñar un esfuerzo de voluntad política para superar tales actitudes y lograr el compromiso de las esferas gubernamentales en el cumplimiento de los derechos constitucionales a la salud y a la alimentación.